Por estos días en que todos hablan de colusión de las empresas y de engaño hacia el consumidor, parece apropiado preguntarse cuál es el nivel de desarrollo efectivo que presenta nuestra legislación para permitir no solamente que este tipo de conductas sean efectivamente sancionadas por parte de los tribunales de justicia, sino que se asegure también que ellas no volverán a repetirse.
En esa línea, no resulta una sorpresa que justamente por esta misma época se encuentren en plena tramitación en el Congreso dos proyectos de ley que precisamente buscan dotarnos de un marco normativo que resulte más acorde con lo que, tanto la sociedad como el colectivo de los consumidores, espera poder contar al momento de hacer valer lo que considera su justo derecho.
El primero de los proyectos considera una nueva reforma al Decreto Ley 211 de 1973 en la búsqueda del restablecimiento de la responsabilidad penal para este tipo de conductas ilícitas, como asimismo la adecuación del actual sistema de aplicación de multas por uno que resulte más gravoso para el infractor.
Por otra parte, encontramos también una nueva reforma, pero a la Ley 19.496 de 1997 sobre protección de derechos del consumidor, la cual, a grandes rasgos, espera poder fortalecer tanto al propio Servicio Nacional del Consumidor, como a las Asociaciones de Defensa de Derechos del Consumidor.
Independientemente de lo que en definitiva terminen por arrojar cada uno de los dos proyectos de ley, lo que se colige y deduce a priori es que ambas iniciativas forman parte de un proceso de maduración normativa en que tanto el mercado como los propios consumidores reconocen y exigen con absoluta convicción una defensa efectiva de sus derechos.
Entienden ellos que no están los tiempos para colusión, ni para cualquier otro tipo de acuerdo por parte de los agentes del mercado, que pretenda generar ganancias ilegítimas, por pequeñas que éstas sean.
De ahí que no es de extrañar que tras la denuncia por el caso de colusión que se comenta por estos días, haya sido el propio colectivo de los consumidores quien, a través de diversas vías -tanto institucionales como de facto- fue el primero en reaccionar con decisión frente a estos hechos, trasladando casi inmediatamente su preferencia, por otros productos no cuestionados. De ahí también que se comprenda su intolerancia frente al conocimiento de cualquier tipo de conductas que puedan percibirse como poco éticas o desleales y que provengan precisamente desde los productores. Esto, por cierto, es más delicado si trata de bienes de primera necesidad, donde, dependiendo la situación económica de cada persona, puede resultar aún más difícil poder optar libremente por alguna alternativa.
Dr. Adolfo Silva Walbaum
Profesor Derecho Económico y Derecho Comercial, Escuela de Derecho PUCV