Con tanto ajetreo, a veces, nos olvidamos que en la Navidad conmemoramos el nacimiento del Hijo de Dios, que ocurrió hace poco más de 2000 años, en la ciudad de Belén.
Desde su nacimiento Jesús desconcertó a los judíos y también hoy a nosotros, porque siendo Dios esperaríamos que hubiera irrumpido con gran pompa y poder. No obstante, nació en una humilde gruta, pues sus padres no encontraron hospedaje en Belén, donde obligadamente habían ido por el censo dispuesto por el emperador César Augusto. Inmediatamente después, la sagrada familia debió huir a Egipto para evitar que el niño-Dios fuera asesinado por Herodes, rey de Judea. El desamparo del Salvador del Mundo nos ofrece una primera lección: la grandeza humana no se mide por la riqueza ni por el poder, sino por la humildad.
Al regreso de Egipto ya fallecido Herodes, Jesús vivió durante 30 años en un modesto pueblecito llamado Nazaret, en el más absoluto anonimato, obedeciendo en todo a María y José, cumpliendo con los preceptos de la religión judía y trabajando como un modesto carpintero. Esa es su segunda lección: la vida corriente y ordinaria, muchas veces monótona y sin relieve, también es lugar de santificación. Nuestro trabajo, aunque nadie lo aprecie ni lo reconozca, podemos santificarlo si lo hacemos con amor y perfección ofreciéndolo a Dios.
Con su ejemplo de vida Jesús quiso enseñarnos que la felicidad no está en la abundancia de bienes materiales, sino en nuestra capacidad de amar. Su gran mensaje es que nos amemos los unos a los otros como Él nos amó. Al momento de presentarnos ante Dios no seremos juzgados por los bienes que hemos adquirido en nuestro paso por la tierra ni por nuestros conocimientos, sino por nuestra capacidad de amar.
Por último, Jesús también nos desconcierta, porque no se nos impone de manera irresistible, sino que se desliza suavemente por nuestra vida como una sombra, sin hacernos sentir su poder. Tan discretamente llama a nuestra puerta y tan absortos estamos en nuestros quehaceres, que usualmente no lo escuchamos y lo dejamos afuera. Quisiéramos que se manifestara al modo humano: con fuerza, con poder, con obras grandiosas, pero no es ese el estilo de Jesús. Su estilo es silencioso, humilde y respetuoso de nuestra libertad.
En esta Navidad, antes que satisfacer un largo listado de regalos que hacemos sin amor, agudicemos el oído para abrir a Jesús la puerta de nuestro corazón; no sea que nuevamente lo dejemos afuera. ¡Feliz Navidad!
Miguel Á. Vergara Villalobos