Educar para convivir
Necesitamos un giro radical en nuestras capacidades y sentido de la educación. Todo indica que el conocimiento técnico o científico acumulado puede hacerse irrelevante e inocuo para el desarrollo de la sociedad si carecemos de estructuras normativas colectivas e individuales de orden moral y cívico superiores, es decir, que nos permitan comprender en plenitud que todas las personas están dotadas de una misma dignidad moral y merecen también la misma consideración y respeto.
Durante años he tratado de usar el término "moral" con la mayor inhibición intelectual si con ella se pretende imponer o declarar meramente algún tipo de verdad. Pero la validez de dicho recaudo no debe impedirnos afirmar y creer que la educación, especialmente la que se entrega formalmente, tendrá que ocuparse principalmente de formar también en virtudes y valores de orden cívico y moral imprescindibles para la convivencia.
Los seres humanos, a diferencia de otras especies, nacemos dos veces. Primero, biológicamente, y luego como sujetos sociales y culturales, dotados de unos significados conceptuales y normativos que adquirimos en el proceso de socialización, que está determinado -como se sabe- por los entornos familiares, educativos y sociales. Esto explica que no obstante la semejanza natural, los individuos y las comunidades humanas podamos alcanzar tanta diversidad. A su vez creer que las diferencias -socialmente relevantes- del comportamiento humano frente al trabajo, la propiedad o la cultura podrían derivar de diferencias naturales es un pensamiento más bien primitivo, con resabios de animismo, que desconoce el desarrollo ya logrado y ampliamente reconocido en el ámbito de las ciencias sociales.
Los sistemas educativos siguen dando prioridad a contenidos y competencias en función del trabajo y la producción, dotando de conocimientos que -además- hoy están disponibles en diversos medios de acceso casi universal. Hemos devaluado el sentido de la educación al punto de dejarla reducida a la transferencia de capacidades técnicas o administrativas. A esto llaman formación útil y pertinente, pero que a la vez está vaciada de toda espiritualidad y sentido moral, una educación -fíjese- que huye de las preguntas acerca de lo que debe ser, de lo justo o de lo bueno para vivir en sociedad. Las mismas universidades deberíamos hacer una autocrítica, sin duda hemos sido partes del productivismo y la tecnificación.
Desde una perspectiva más estructural se dirá que los conflictos sociales no se resuelven solo con más o mejor educación, que su raíz está en otros hechos sociales. Siendo ello acertado, a renglón seguido habría que decir que esos mismos conflictos indudablemente pueden superarse de un modo más eficaz según sea el nivel y sentido de la educación que se haya dado en esa misma sociedad. Pero nosotros, los chilenos, estamos lejos de advertir estas distinciones, nos hallamos más atrás. Todavía optamos por comprar armas o reservar recursos para ello antes que dar prioridad a la educación para convivir, es decir, para formarnos en valores y virtudes que serán siempre el mejor dispositivo para el desarrollo y la seguridad interna o externa del país.
Aldo Valle
Rector de la Universidad de Valparaíso