La realidad, alarmante, es que la violencia de género aparece en todo el espectro social. Hay casos de brutalidad extrema, como el de Nabila Rifo, condenada a la ceguera de por vida, o el que ha estremecido en los últimos días al agrietado edificio político, donde un antiguo caso de violencia contra la mujer desató una tempestad que amenazó con ahogar una candidatura presidencial en un clima donde aún no amainan las turbulencias.
En medio de este cuadro, las imágenes de un video de seguridad en que un paramédico municipal golpea a su pareja, embarazada, al interior de una clínica porteña, recuerdan que nos queda un largo camino por recorrer en la ruta del respeto mutuo. Y no son sólo casos notorios que ganan titulares y pantallas. La violencia de género, la brutalidad en las parejas, especialmente contra la mujer, es de común ocurrencia en todos los grupos sociales.
En tiempos no muy lejanos se consideraban como algo natural: la supremacía del macho para quien la mujer era una propiedad. Y como tal se tenían plenos derechos sobre ellas, ejerciéndolos a discreción.
Se ha avanzado mucho con legislación, sin duda perfectible, y con entidades especializadas como el Servicio Nacional de la Mujer y Equidad de Género. También ante casos graves, como el que visualizamos desde el jueves pasado, estalla el repudio generalizado, se adoptan medidas administrativas contra el autor y actúa, quizás con lentitud, el sistema judicial.
Pero no basta con estas reacciones en casos notorios, pues existen cifras ocultas, daños silenciosos que exigen atención con una política de formación valórica -término de moda-, de salud mental y de seguimiento a los protagonistas.
Es importante, además, cuando los conflictos de pareja están escalando, recurrir a una mediación profesional que permita evitar desenlaces dolorosas donde ya no hay vuelta atrás. Y muchas veces hay situaciones que no llegan a la denuncia, ya sea por temor a más violencia o por proteger la estructura familiar.
El problema de fondo es que la violencia está instalada en nuestra sociedad y aparece con variadas formas en manifestaciones públicas, en el tránsito, en redes sociales amparada en el anonimato o en agresiones directas, algunas con alta difusión como la de esta semana en Valparaíso.
El conocimiento y difusión de estos casos para algunos sería morbosidad, pero mostrarlos sirve para entrar en uno de los callejones más sombríos de nuestra sociedad. Y ese conocimiento es útil para el perfeccionamiento de herramientas preventivas y correctivas y para asumir nuestras propias responsabilidades ante una enfermedad social que debemos erradicar.