Del control político cultural
Hace un par de días me tocó ir a una asamblea de socios de un centro cultural muy importante de la ciudad en que vivo. La situación fue bastante patética, y hasta triste, porque un grupo de interés político intentó coparla con una operación sorpresa de carácter conspirativo, que incluyó acarreo de gente e imposición de tareas. El objetivo era, en parte, legitimar a la nueva directora del centro cultural elegida de manera impúdica o, derechamente, corrupta y elegir otro representante en un directorio. Se trataba de redireccionar el trabajo de la asamblea y conducirlo por el lado de la burocratización de la gestión, creando comisiones inconducentes que simularían esa horizontalidad democratoide que busca cierta ideología progresista.
En el fondo estábamos ante operadores políticos que buscan el control de masas, como se decía antiguamente, cuando la conspiratividad era el modo validado de la política. Hoy, por un giro crítico de la modernidad, todo tiende a la transparencia, quizás porque la tecnología ha democratizado el acceso a la información.
Volviendo a lo de la asamblea, lo que me producía cierta hilaridad y, también, eso que llaman vergüenza ajena, era la actitud retórica de los operadores. Su habla tipo arenga predicadora que nos retrotrae a fórmulas arcaicas del machismo populista y con tintes revolucionarios, por darle un nombre a la manipulación ideológica, suponía, o implicaba, una soberbia agresiva que era todo desafío al pudor. Pero lo que más me producía rechazo, debo decirlo, era que gran parte de la audiencia eran mujeres que, a pesar de exhibir un discurso de género no era capaz de reaccionar a la violencia del discurso hetero normado y a su abusividad, con rasgos incluso de gorilismo básico y espíritu militar o militante (conductas equivalentes).
Toda esta información escénica o anecdótica me sirve para escribir una novelita en formato funzine sobre las disputas del power comunal. La abyección simple, más el desprecio y la manipulación abusiva, son las bases del modelo político clientelar que impera en nuestro ordenamiento institucional. La tesis de la novelita ordinaria (recuperando la vieja noción de tren ordinario) es que en la base nuclear del abuso, del institucional y del político, está el abuso sexual, el quiebre de esa intimidad que nos constituye cuando un abusador entra a romper esa zona de resguardo que es la inocencia.
El caso de la iglesia es muy interesante al respecto, lo vimos en la visita del papa a nuestro país, en el sentido en que una gran institución, más aún, el paradigma institucional de occidente, que hace una gran exhibición de su influencia pública (cada vez más disminuida) tiene implicancias en la vida íntima y subjetiva de la comunidad, lo decimos en relación al daño producido en sus fieles o en su estructura clientelar.
Este modo de trabajo político cultural, del de la institución abusadora, es el síntoma de una transformación del arte y la cultura. El artista de hoy ya no es el mismo, el campo cultural incorpora a esta nueva clase burocrática, producto de las transformaciones de una sociedad más compleja, en donde la ocupación de lo público es una nueva vertiente de la democracia social, pero también de una nueva criminalidad. Pienso, concretamente, en toda esa oferta del espectáculo popular, ya sean deportivas o culturales, festivales o recitales, carnavales, etc, que suele implicar el consumo de iniquidades y la exhibición de conductas delictuales difíciles de controlar o que se naturalizan.
La novelita reproduciría eventos dicursivos o culturosos, como el carnavalismo o la fiesta callejera que generalmente implica manipulación política y otros negocios aledaños. En medio de esto está el circo, como una noción que interviene en la disputa simbólica, porque es una práctica que es promovida por cierto progresismo culturoso, como actitividad alternativa que ocupa espacios públicos de manera impúdica, pero que a nivel clásico tiene una carga negativa, porque entretenía al pueblo y lo enajenaba. Hoy en cambio se lo asocia a nuevas prácticas de la representación que han adquirido estatus artístico.
Lamentablemente, en Chile, la institucionalidad cultural no da autonomía a la asociatividad cultural, la controla a través del manejo de los recursos y de los espacios, a pesar de la supuesta participación e incorporación de los agentes artísticos, lo que generalmente, si no participamos o dependemos de poderes fácticos se nos niega nuestro derecho al trabajo, debiendo padecer el protagonismo funcionario y la cesantía casi permanente, interrumpida por algunas dádivas que hay que agradecer humillantemente a la autoridad.
Marcelo Mellado