No es necesario ser geógrafo o marino para observar en un mapa que la bahía de Quintero reúne mejores condiciones naturales que las de Valparaíso como puerto de abrigo. A pesar de aquello y que ambas fueron descubiertas de manera contemporánea por los españoles, fue la de Valparaíso la que terminó transformándose en el principal puerto del país. Esta selección, influenciada por otros factores, parece marcar el sino de una ciudad que hoy vive uno de los peores momentos de su historia.
Los orígenes de este lugar como puerto de recalada de los españoles datan de 1536, cuando Alonso de Quintero, quien acompañaba la expedición de Diego de Almagro a través del mar, dio con esta bahía para descansar y buscar provisiones. En ese mismo viaje, un poco más al sur, Juan Saavedra descubrió la bahía que bautizó como Valparaíso.
El fracaso de Almagro y la nueva expedición de Pedro de Valdivia marcaron parte del destino de Quintero. Cuando el conquistador fundó Santiago como centro de su plan de conquista, requirió de un puerto que tuviese una condición fundamental, la cercanía con dicha ciudad.
Ahí se empezó a marcar el destino de una ciudad que ha terminado siendo invariablemente postergada por las autoridades. Este estado de abandono, que se remonta a la época colonial, lo hizo objeto de ataques corsarios. Uno de los más famosos, el de la expedición holandesa de Van Spilberg, que después de desistir de atacar Valparaíso, decidió asentarse en esta bahía. El relato de los holandeses vuelve a poner en evidencia las ventajas objetivas del lugar. Luego de desembarcar, dar con agua dulce y caballos salvajes: "Encontramos, además, otro riachuelo en que cogimos mucho pescado. Hicimos cómodamente nuestra provisión de leña, y se puede tomar ahí cuanta se quiera. Es el lugar del mundo más aparente para refrescar tripulaciones y hacer abundantes provisiones", concluye el relato holandés.
Tiempo después sería Lord Cochrane quien pondría sus ojos en Quintero. Admiraba sus cualidades como puerto e instaló una de sus residencias cerca de la costa, donde tuvo la oportunidad de recibir a María Graham. La escritora, en sus diarios de viaje, criticó la falta de visión de los españoles y esa vocación por desarrollarse hacia el interior, sin aprovechar el potencial de la costa. Al igual que otros autores, destacó que Quintero, junto con ser muy bonita, estaba "mejor abrigada que Valparaíso contra los vientos del norte, más abastecida de agua y leña, y más inmediata a los campos (...) para la provisión de víveres para los buques".
Un siglo después, esta mezcla de factores, una bahía apropiada, buena cantidad de suministros y a una distancia prudente de Santiago, ni tan lejos, ni tan cerca, marcaron el destino de la zona.
Tomando en cuenta estas ventajas, el gobierno, como parte de las políticas de industrialización de la época, aprobó la instalación de la Fundición y Refinería de la Empresa Nacional de Minería en Ventanas, ubicada en la misma bahía de Quintero.
Inaugurada por el presidente Eduardo Frei en 1966, El Mercurio de Valparaíso destacó que la planta daría trabajo a 3.500 personas. Lo que se vio como un motor de desarrollo, de manera paulatina iría lapidando el destino de sus habitantes.
Las primeras quejas surgieron de los campesinos a inicios de los setenta. Pese a esto y al daño evidente en la tierra, recién en 1979 comenzarían las primeras obras de mitigación. Tendría que pasar un par de décadas para que el ministro Juan Hamilton asumiera una compensación a los campesinos, específicamente de Puchuncaví. Sin embargo, los programas de mitigación ambiental, condicionados por otros intereses, no fueron capaces de resolver un problema que hoy se ha vuelto insostenible.
Recién hoy, después de muchos años, las redes sociales y una prensa sin compromisos permitieron revelar un drama que todavía no podemos dimensionar.
El éxito de la expedición de Almagro podría haber cambiado su destino, pero la historia quiso que sucediera de otra forma. El crecimiento de Valparaíso en desmedro de Quintero relegó a esta bahía a un lugar que, ni por sus condiciones naturales ni tampoco por sus habitantes, se merecía tener.
Gonzalo Serrano del Pozo
Doctor en Historia, Facultad de Artes Liberales Universidad Adolfo Ibáñez