Chile es (o era) un país de burlones. Se trata de un hábito temprano que comienza en la niñez, cuando los escolares se mofan de sus compañeros feos, gordos o que tienen alguna particularidad que los hace diferentes. Al parecer, nos ha costado un gran esfuerzo crecer no solo en conocimientos, sino en humanidad, cultivando el respeto al prójimo desde que se tiene comprensión cabal de los deberes y derechos de la vida en sociedad.
Sobre el tema, repaso el historial de nuestros humoristas y la lista de víctimas del humor chileno se hace larga. Durante décadas, ya sea en programas de televisión o en festivales, varios han causado las carcajadas del público con sus tallas sobre gangosos y tartamudos, homosexuales, mujeres feas -no los hombres feos-, enanos, gordos, desdentados, viejos, cojos o lerdos.
Otra veta de la ridiculización gratuita ocurre en grandes escenarios del país o en programas de dudoso gusto, donde se presenta a personajes cómicos "inspirados" en tres comunidades de personas que forman parte importante del alma de la chilenidad: indios mapuche, campesinos y huasos pobres. Vestidos y maquillados como mamarrachos, son representados con una falsa simpatía para lograr la conexión con el público, pero en realidad son caricaturas denigrantes, que los ridiculizan sin respeto alguno.
La risa es un regalo diario de la vida y hay que cultivarla. Agradezco a quien me despierta la primera carcajada del día y me fascina reír y ver reír a la gente, pero me resisto al imperio del humor burdo, irrespetuoso y de mal gusto.
Ahora que el tema de la discriminación va calando hondo en Chile y las minorías de toda índole reclaman inclusión y consideración, me pregunto de quién se reirán nuestros humoristas. Probablemente de los políticos, que aunque siempre aportan buena materia prima y merecen los alfilerazos, debieran esforzarse por salir del repertorio, por un tema de necesaria autoridad; quizás de los curas, si es humor negro, o de nuestros infaltables borrachines.
Es de esperar que los artistas de la risa no compensen la falta de víctimas y de temas con una mayor abundancia de garabatos. Aun los más talentosos caen en el juego de la procacidad, olvidando la buena clase de los grandes maestros del ingenio fino e hilarante, como el argentino Luis Landriscina. En todo caso, creo que lo pensarán bien antes de largar una pachotada o crear un personaje fácil. Su esfuerzo -si lo hacen- por un nuevo humor chileno, más creativo que burlón, más ingenioso que grosero, será bienvenido y aportador. Ser un buen artista no es fácil, hacer reír con rutinas de calidad, tampoco. Señoras y señores humoristas, ojo piojo.
Patricia Stambuk M.
Periodista, Academia Chilena de la Lengua