Disenso y educación cívica
Aldo Valle
Los actores políticos pueden cometer un grave error y no fortalecer las instituciones de la democracia si llegaran a dar por supuesto que los acuerdos siempre tienen legitimidad por sí mismos, es decir, al margen del contenido y de los contextos sociopolíticos en que se suscriben o convienen. La aseveración anterior puede parecer contra intuitiva, contraria a la racionalidad que emerge a simple vista. Sin embargo, bastaría con advertir que si el sistema político carece del reconocimiento social suficiente los acuerdos seguirán la misma suerte.
Por otra parte, nadie podría a su vez desconocer que nuestro país tiene un déficit en la formación cívica, lo que se manifiesta en la intolerancia frente a la diferencia. La virtud del pluralismo se puede practicar sobre la base de la discrepancia, admitiendo que la existencia de conflictos no hace patológica a una sociedad; por el contrario, la enriquece precisamente porque demanda de los ciudadanos la capacidad de convivir con el otro en su legítima condición de interlocutor válido.
Si no reconocemos el disenso no daremos lugar al cultivo de las virtudes propias de la democracia. La tendencia a evitar el dictamen de mayorías y minorías puede también explicarse como un resabio autoritario, pero a la vez como una estrategia para contener la demanda social por cambios estructurales. La reforma educacional es uno de estos cambios que ha generado una inexplicable propensión por el consenso en sectores políticos y económicos que durante décadas han defendido un modelo de educación que está en las antípodas del sentido de la reforma que se lleva adelante, que por lo demás fue impuesto por la fuerza, sin diálogo, sin oposición y sin debate.
El gobierno es el principal llamado a advertir las consecuencias negativas que podría tener para la legitimidad social de la reforma, que -no está mal recordar- debe ser la prioridad de todo proceso de transformación política que logre el noble propósito de garantizar a cada familia el derecho a la educación de sus hijos.
Nadie puede ser contrario per se a lograr acuerdos mayoritarios, pero ello no puede significar tener que ceder a presiones para concluir en consensos forzados, que corran el riesgo de ser interpretados como otro arreglo de las elites, dañando una vez más la confianza popular en las instituciones políticas.