Sobre la sociedad que queremos
Como nunca, el año 2014 deja tres renovadores libros que han remecido a la intelectualidad y, más que eso -que, finalmente, tampoco importa tanto-, han cuestionado desde distintos ángulos los modelos que buscamos como sociedad en los albores del Siglo XXI. El primero es , del historiador británico Niall Ferguson, quien se dejó caer por estos pagos y remeció a la clase política e intelectual con frases tan provocadoras como 'Chile puede estar ejerciendo su legítimo derecho a ser estúpido', en abierta referencia al tenor de las políticas reformistas de la actual administración. , del francés Thomas Piketty, publicado en 2013 y reeditado en inglés y español este año (esta última tarea, a cargo del Fondo de Cultura Económica) también abrió una discusión necesaria sobre los cimientos en los que se basa la desigualdad -eso, a propósito de los índices Gini y las estadísticas de la OCDE que tanto gustamos de citar por estos días-, pese a las pullas -a ratos, necesarias; en otros, francamente odiosas- de los tecnócratas de la plaza. Con sus postulados de una tributación progresiva de la riqueza y una fuerte defensa de la inversión en la educación, el francés puso el acento en otra variable que pocos quieren ver. Por último, , del británico Jesse Norman, introdujo una cuña que parece ya enquistada en buena parte de quienes están hoy por el diseño de esa nueva sociedad que, con algo de sincera decepción, ha comenzado a descreer del Estado y del Mercado -así, con mayúsculas, en ambos casos- y a buscar su propio empoderamiento a través de las organizaciones civiles de corte transversal. Que quede claro: algo está pasando. Quizás por eso es que los partidos políticos comienzan poco a poco a ser desplazados por grupos de trabajo en torno a distintos temas, esponsoreados por fundaciones de base, cuya máxima riqueza no está en los apellidos de sus mecenas, sino en el crisol que conforma sus mesas; o que las ideas no surjan (¿alguna vez lo hicieron?) desde las sedes partidistas, sino que asoman en el horizonte junto a grupos que consiguieron entender que la discusión sobre Valparaíso es a largo plazo, que ésta va más allá de la curva estéticamente adecuada en un edificio y que las políticas públicas pueden ser -en el mejor y único sentido de la palabra- desde la sociedad civil.