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Valparaíso en el borde

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No cabe duda que un componente esencial del sistema portuario nacional lo constituye nuestra región a través de los puertos de San Antonio, Ventanas y Valparaíso. Ellos dan vida al comercio exterior, representan una proporción de la economía y las fuentes de empleo regional; y Valparaíso, además, cuenta con un simbolismo propio de la tradición que representa.

Frente al proceso de desarrollo y la modernización de los sistemas, es cierto que los puertos deben ampliarse para ser competitivos en una economía interdependiente, y una de las principales dificultades que deben sortear es el crecimiento del tamaño de los barcos que obligan a tener terminales más grandes y zonas de descargas más amplias.

Frente a este desafío, se está desarrollando un debate en Valparaíso que, en mi opinión, se circunscribe en la resolución de dos preguntas: la primera, ¿cuánto debe crecer el puerto para cumplir con el rol que le corresponde en el sistema nacional y regional?; y si crece, ¿dónde debe estar ubicada esa ampliación para cumplir el deber que tiene con la ciudad que lo cobija?

Valparaíso es una ciudad frágil, con una bahía de particulares condiciones, un plan limitado y toda intervención, para decirlo en simple, se nota.

Un Puerto de Gran Escala (PGE) (de grandes dimensiones para acoger a los nuevos buques que transportan más contenedores, 400 metros), que vaya desde el Muelle Prat hasta más allá de la Universidad Federico Santa María, de acuerdo a las imágenes que se han visto, parece algo invasivo para la realidad urbana de una ciudad patrimonialmente protegida.

Se escucha recurrentemente que "el cronograma de inversiones portuarias" ya le asignó a San Antonio la prioridad, sin querer decir que allí será el emplazamiento del PGE. La compensación para Valparaíso sería la construcción del licitado Terminal Dos, puesto, desafortunadamente, en el frente lineal de la ciudad (Av. Errázuriz).

Además, detrás de ese "cronograma de inversiones portuarias", en el fondo, hay un doble reconocimiento: el primero, muy deseable, y es que la Región de Valparaíso le ofrece a Chile un sistema portuario colaborativo que se pone al servicio del comercio exterior nacional en el marco de una economía abierta, global y de intercambio, como es lo predominante en el mundo hoy y en lo que Chile está inscrito. Por lo tanto, rompe el absurdo paradigma de competencia entre puertos de una misma región que sirven a un propósito de bien común.

El segundo reconocimiento, en tanto, e indesmentible, es que Valparaíso tiene un límite y también otras vocaciones productivas como el turismo, la economía del patrimonio, la educación superior, la cultura y la creatividad que conviven con la actividad portuaria y dan fisonomía a una economía local, no precisamente reluciente. Poner un límite al crecimiento es una buena medida cuando la externalidad puede producir daños no previstos y cuando la potencia industrial específica no alcanza para cubrir los requerimientos de crecimiento, bienestar y empleo.

Dicho lo anterior, entonces, no es razonable la iniciativa de instalar un nuevo terminal portuario en el frente lineal costero de Valparaíso, es decir, en la avenida Errázuriz. Y decir eso es muy distinto a sostener que quienes pensamos eso estamos en contra del comercio exterior nacional o de la modernización portuaria en Valparaíso.

Salvo contadas excepciones, cuando se explica lo anterior en círculos diversos, se percibe cierta unanimidad en que el argumento es razonable; por lo tanto, asegurar una modernización portuaria que sea compatible con la ciudad, creciendo en la medida que Valparaíso lo pueda resistir y no hipotecando el borde de la ciudad relocalizando el Terminal Dos, suena más que deseable.

Sabida es la precariedad estructural de Valparaíso. No se comprende la híper-sectorialización del Estado cuando con una mano impulsa un desarrollo de la infraestructura con este nivel de impacto y, con la otra, promueve un plan de industrias creativas que descansa en la relación sistémica entre el mar, las vistas, los barrios y el atractivo mágico de un paisaje cultural que ha sido destacado por la Unesco y que atrae a turistas, visitantes, estudiantes y artistas.

El paisaje cultural y patrimonial de la ciudad de Valparaíso no es un polígono aislado, por eso buena idea sería que aquellos a quienes les corresponde liderar, aborden un más allá en este asunto y lo resuelvan, evitando profundizar la agonía de una economía precaria que, con esta decisión no hará repuntar a la ciudad y solo consolidará una de las varias vocaciones de Valparaíso, la que desde luego no da para financiar la parte presupuestaria que falta ni cautelará subsidiando las pérdidas que arroje en otras industrias y vocaciones.

La promesa del borde en el cambio de siglo incluía paseos abiertos, teatros, museos, zonas comerciales reducidas y un gran espacio público para liberar la tensión por la ausencia de bienes comunes de calidad en la ciudad y para generar un contexto favorable a la recuperación con estándar urbano de nivel, los Barrios Puerto y Almendral. Esa promesa fue anterior a la nominación de la Unesco, y el Acceso Sur y la liberación del paso de camiones por la Av. Argentina son consecuencia de eso.

Sin embargo, algo ocurrió y llegaron las ideas del puerto duro y del comercio estandarizado en la imagen de un mall, lo que encierra una visión desarraigada de las oportunidades de Valparaíso, de sus barrios, del comercio local o del flujo ciudadano y, además, fuera de norma con los procesos de reconversión emblemáticos en el mundo.

Hay que buscar una respuesta económica y urbana al problema, pues aquellas son las dimensiones en juego en el borde y plan de la ciudad y en el desarrollo de las vocaciones y capacidades de Valparaíso.

¿Hay buena política aún que pueda hacerse cargo de esto? Esa podría ser una tercera pregunta a responder.