Paradojalmente un acto contra la violencia fue marcado por hechos de violencia particularmente graves, pues fueron expresión de intolerancia y falta de respeto a una mayoría nacional que profesa una fe religiosa. El miércoles pasado un grupo de manifestantes que expresaba en Valparaíso su rechazo a la violencia contra la mujer atacó de hecho el edificio de la Iglesia Catedral, dañando las rejas de acceso, intentando entrar en el templo y dejando rayados y cartelones ofensivos.
Tras los ataques, que son reiteración de acciones similares, se iniciarán las acciones legales correspondientes y al respecto el obispo de Valparaíso, monseñor Gonzalo Duarte, puntualizo que "con nuestro abogado hemos conseguido condenas y reparaciones en sucesos anteriores".
Está bien que la justicia actúe y se sanciones a los responsables, pero hay un hecho que no se puede desconocer: actitudes de este tipo desvalorizan campañas importantes. Ante esa realidad quienes organizan este tipo de actos deben asumir sus responsabilidades, rechazar y concretamente aislar a quienes entran en el peligroso campo de la intolerancia religiosa que ofende a una gran mayoría de la población.
Acciones como la perpetrada en el centro de Valparaíso el miércoles pasado, desvirtúan el sentido de la convocatoria, pues cuando se pide respeto hay que partir respetando. Lo contrario es hipocresía.
El rechazo a las religiones, los viejos deseos de "matar a Dios", son posiciones legítimas en el plano de las ideas, pero no pueden ser un agregado violento a una expresión ciudadana que busca frenar la grave tendencia al maltrato psicológico o físico de la mujer.
Estos ataques a los valores religiosos no son nuevos y han alcanzado especial virulencia en el marco de manifestaciones estudiantiles en Santiago y se han extendido a la zona del conflicto mapuche, donde escuelas y pequeñas iglesias cristianas han sido incendiadas.
La violencia, ejercida generalmente bajo la protección de las masas o las capuchas, engendra más violencia y por ello debe ser aislada y derechamente condenada, sin dobles lecturas o hipócritas justificaciones.
Ni Valparaíso ni Chile se merecen recorrer la peligrosa ruta de la intolerancia religiosa que afecta el alma nacional y se constituye en una amenaza más contra la tan necesaria unidad de los chilenos en torno a valores básicos de respeto y solidaridad.