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El jamón del sándwich

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En 2009, mientras el Presidente Obama alistaba sus medidas para enmendar la crisis económica más grande desde los años '30, los principales ideólogos republicanos se reunían con otro propósito. "Nuestra principal misión," proclamó Rush Limbaugh, el hombre más influyente de la ultra derecha estadounidense, "será transformar a Barack Obama en un fracaso". El líder republicano en el Senado, Mitch McConnell, reconoció lo mismo. Su prioridad legislativa no sería la economía. Sería derrotar a Barack Obama.

A pesar de lo anterior, Obama logró aprobar el rescate financiero más grande de la historia con cero votos de la oposición. Su programa contemplaba el rescate de la industria automotora, la estabilización del sistema financiero, y más de US$ 500 mil millones en nuevas obras públicas. Una de sus obras emblemáticas sería un tren rápido que conectaría Chicago, Milwaukee, y Minneapolis. El principal beneficiario sería mi estado natal de Wisconsin, donde se ubicaría el 90% de la inversión. Asombrosamente, el gobernador republicano de Wisconsin rechazó la idea y sus 30 mil puestos de trabajo. Había firmado el mismo pacto de sangre que Limbaugh y McConnell.

Ocho años después, Donald Trump se convierte en Presidente electo de EE.UU. Y lo logra dándole vuelta a dos grandes bastiones demócratas: Michigan y mi querido Wisconsin. Todos los condados que habrían sido beneficiados por el tren rápido votaron por Trump. Todos los condados de Michigan beneficiados por el rescate de la industria automotora votaron por Trump.

Insólito. Claramente el pacto de sangre, el nihilismo y el sabotaje, había funcionado. Pero no explica todo. Aquí pasa algo más profundo. La clase obrera de EE.UU. esta agobiada. Sus mejores puestos de trabajo se exportan a China y México. Los trabajos de menor remuneración los toman inmigrantes nuevos. Exprimidos por los dos lados, se sienten como un sanguchito de palta.

El periodista y Premio Pulitzer Glen Greenwald explica: "Después del Brexit, las elites mundiales, en vez de escuchar el dolor de la clase media obrera, se enfoca en denunciarlos como xenófobos y racistas. Ahora estas personas no solo se sienten no escuchados. Se sienten ofendidos y maltratados. Se sienten como animales en un zoológico. Odian las mismas elites que los juzgan". Agrega que "en EE.UU. pasa algo parecido. Y de repente, aparece Donald Trump. La clase obrera observa a este caballero que las elites tanto odian. Ven como lo atacan, como lo tildan de racista. La clase obrera se proyecta y se identifica con Trump".

Greenwald concluye, "puede que Trump sea un charlatán. Pero si los elitistas no aprenden a escuchar el grito de dolor de la clase obrera, vamos a ver otros Trump. Este fenómeno se va a repetir en otros países."

Sobre el futuro Presidente debo decir que tengo el peor presentimiento. Concuerdo con 174 de los 175 diarios más importantes de mi país, todos los cuales lo rechazan como el candidato menos preparado de la historia. Me declaro opositor.

No obstante, trabajaré para no ser otro elitista arrogante y prejuicioso. Me comprometo a aprender a escuchar mejor el dolor ajeno. No guardaré silencio. Como buen jamón del sándwich.

Todd Temkin

CEO Fundación Valparaíso

Esos dos Valparaísos posibles y presentes

Puerto de Ideas y la crisis de la basura forman parte del alma misma de esta ciudad, que suele comportarse de la forma más pendular posible. Un turista chino persigue a un lanza que le acaba de quitar la mochila, mientras una señora mira con resignación el rayado con spray que alguien estampó en su frontis.
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Ese Valparaíso de corte B, más rayano en la esquizofrenia que en el turismo patrimonial o cultural, es el que estamos viviendo precisamente durante el presente fin de semana. Ornado por la fantástica puesta en escena del Festival Puerto de Ideas -ese magnífico sueño colectivo interpretado y ejecutado a través de tantas voces por Chantal Signorio y su marido, Arturo Majlis-, el español Javier Cercas -aquel del éxito casi obsceno con Soldados de Salamina- no se sorprende con que Cristián Warnken -quien en ese preciso minuto baila una canción de Leonard Cohen junto con Delfina Guzmán sobre el escenario- sea sobrino de Enrique Lihn o que haya sido criado en la poesía de Eduardo Anguita, a quien en rigor no conoce, pero sí a La Mandrágora, esa cueva del surrealismo chileno, donde también entró más de una vez el propio Gonzalo Rojas (al de Lebu, nos referimos), aunque luego terminara renegando de la misma.

Lina Meruane, en tanto, narradora chilena avecindada en Nueva York y sindicada como la última esperanza de las letras nacionales (Bolaño dixit) vuelve con los ojos bien abiertos al añoso edificio de Esmeralda 1002 para visitar La Estrella de Valparaíso, diario en el cual hizo una suerte de práctica profesional en algún perdido recoveco de su juventud, pasado imperfecto en el cual no había reparado en el último cuarto de siglo, y del cual no reniega, aunque Sangre en el Ojo esté en la lista de los mejores 100 libros en español de ese mismo cuarto de siglo, según Babelia.

Así, mientras el cubano Leonardo Padura busca una terraza habilitada en el museo Baburizza donde poder fumar, la corresponsal en Chile de El País se reconoce sorprendida y enamorada de Valparaíso, ciudad tantas veces visitada y tan pocas comprendida. Su novio, en tanto, se maravilla con ese fenómeno político-social llamado Pacto Urbano La Matriz, que le es explicado de primera fuente por sus dos arquitectos-concejales, quienes lucen más entusiasmados e ilusionados que nunca con el renacer de la ciudad.

Pero al mismo tiempo -el yin y el yang de la vida, como diría Warnken-, la basura y la inmundicia (la real, esto no es ninguna alegoría) afloran por las calles del Puerto: las bolsas abiertas y rebosantes, los hedores y los quiltros hambrientos conforman una miserable postal en cada una de sus esquinas, salvaguardados en su mugre por el paro municipal indefinido, con pocos visos de solución al corto plazo.

Por la plaza Aníbal Pinto, un turista chino persigue a un lanza que le acaba de quitar la mochila, mientras -cruzando la calle- una señora mira con resignación el rayado con spray que alguien estampó en el frontis de su negocio.

Será que Valparaíso, con todo, sigue siendo esa "ciudad acorazada en roca viva", como la llamaba Gonzalo Rojas, "con su cementerio que vuela por la noche desde el candor de su colina, paseando su cola de fuego por la costa".

Una terrible victoria de la demagogia

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Donald Trump no arrasó en las elecciones del martes, como tampoco lo había hecho en las primarias republicanas. En éstas obtuvo el 45% de los votos y se convirtió en el candidato nominado por su partido con menor proporción de sufragios desde que las primarias se extendieron a los 50 estados en 1972. Y ahora, con un 47% frente a un 48% de Hillary Clinton, será uno de los cinco presidentes elegidos con menos preferencias que su principal contrincante en 228 años y el que ha ganado con mayor desventaja en el voto popular desde 1870. Nada de ello quita legitimidad a su triunfo, ni lo hace menos inquietante.

Ambos candidatos eran impopulares. Pero sus fortalezas y debilidades eran distintas y en gran medida opuestas. Clinton contaba con experiencia, conocimiento y sensatez -probados en su desempeño como senadora y secretaria de estado-, un programa bien pensado y en su mayor parte plausible y una maquinaria electoral más numerosa, sofisticada y mejor financiada. Al debe estaban su falta de carisma, las desventajas de ser una mujer con ambición de poder y una notoria integrante del "establishment" en un tiempo de rechazo a él, y algunos actos imprudentes groseramente magnificados por sus oponentes y por los caprichos del director del FBI. En el caso de Trump, su gran fortaleza fue su notable habilidad para conectar con los resentimientos y temores especialmente de los hombres blancos maduros de clase media trabajadora y con poca educación, que terminaron decidiendo la elección. En el otro platillo de la balanza estaban su deshonestidad -que incluye desde antecedentes de abusos sexuales hasta sus continuas mentiras-, así como su ignorancia, ausencia de templanza y reiteradas ofensas -muchas veces racistas y misóginas-, la falta de respeto que mostró hacia aspectos relevantes de la democracia, el Estado de Derecho y los derechos humanos, su indisimulada admiración por autócratas como Vladimir Putin y un programa abundante en disparates e ideas poco elaboradas. Que entre las que fueron consideradas dos malas opciones, la principal democracia del planeta convirtiera en su líder a Trump, es un espeluznante triunfo de la demagogia sobre la política seria.

Si Trump cumple sus anuncios xenófobos, proteccionistas, aislacionistas y autoritarios, el orden mundial instaurado en 1945 y reforzado en 1989 resultaría fuertemente alterado, con desastrosas consecuencias para Estados Unidos y la humanidad. El escenario más pesimista es poco probable. Con seguridad varias promesas tuvieron sólo propósitos electorales. Aunque el Partido Republicano ha retenido sus mayorías en el Congreso, muchos de sus congresistas tienen fuertes discrepancias con Trump e impedirán que otras tantas iniciativas se materialicen. La Corte Suprema, aunque seguirá inclinada a la derecha, sin duda no tolerará transgresiones a los principios fundamentales del sistema norteamericano. Sin embargo, es muy probable que algunas de sus malas ideas sí se realicen y que algo del comportamiento mendaz y matonesco de la campaña aflore cada tanto.

La lucha por un mundo libre e integrado, ahora que la Casa Blanca estará menos dispuesta a liderarla por lo menos durante los próximos cuatro años, es una tarea que hemos de abordar sus partidarios en todo el planeta con especial energía y claridad.

Claudio Oliva Ekelund

Profesor de Derecho Universidad de Valparaíso