El nacimiento de Jesús en Belén no sólo sirve para medir la cronología de la historia, sino también marca el actuar de Dios en beneficio de la humanidad; éste tiene que ver con el poder de la debilidad, encarnación y gratuidad.
La debilidad del pesebre es proverbial. Según el texto bíblico los ángeles trasmiten a los pastores que les ha nacido en Belén 'un Salvador, Cristo el Señor'. La grandilocuencia del anuncio sorprende en relación con la 'señal' que se les da: un niño envuelto en pañales acostado en un pesebre. Claramente, la debilidad es el signo del señorío de Dios en la tierra y, a partir de ello, de toda verdadera acción humana y humanizadora.
La encarnación es la naturaleza de Dios que se hace carne en este niño desnudo que llora (nada que ver con un viejito vestido que ríe), asociándose a tanto llanto de la humanidad que vive en las tinieblas de la injusticia, dolor y desesperanza. Desde ese día, según la fe cristiana, no hay dolor humano que no tenga un matiz divino. En la encarnación del Hijo de Dios, además, se propone la divinización de los hijos de Dios. San Agustín, en el Sermón 192 llega a sostener: 'para hacer dioses a los que eran hombres, el que era Dios se hizo hombre; sin dejar de ser lo que era, quiso hacerse lo que había hecho'.
La gratuidad en el pesebre se aprecia como una iniciativa de Dios para ofrecer un don sin buscar un beneficio personal; es la apertura que abraza a un otro, mirando su realidad, su debilidad y su proyecto de vida. Nada se impone, todo se dona; se es libre para aceptar y para gozarse en la acogida. Son brazos de niño que se levantan para ser levantado; son lágrimas que consuelan y son ojos que animan a una vida más pura y feliz.
Estos tres aspectos del pesebre -debilidad, encarnación y gratuidad- constituyen el verdadero poder que fortalece, transforma y genera vida; éste es el que se asocia con el servicio humilde de un niño-Dios que se hace ser humano. La revolución del poder del pesebre tiene que ver con la reivindicación del amor, de la dignidad humana y de la salvación divina. Nada tiene que ver con la búsqueda insaciable de un dominio que se anhela y se ejerce con lógicas mezquinas que esclavizan, destruyen la paz y ahogan el grito de los sufrientes. Desear la paz es ofrecer el poder del pesebre, para que ilumine nuestra razón, transforme nuestro corazón y dinamice nuestra acción.
El don del poder del pesebre sigue ofreciéndose a todos; de cada uno depende acoger la propuesta silente y elocuente Dios que, no solo nace en Belén, sino que desea nacer en nuestros corazones también.
La escuela de la ignorancia
La educación en masa que prometía democratizar la cultura, antes restringida a unos privilegiados, acabó por embrutecer a los propios beneficiados por la mayor cobertura. La sociedad moderna ha logrado un nivel de educación formal sin precedentes, pero también ha dado lugar a nuevas formas de ignorancia. A la gente le es cada vez más difícil manejar su propia lengua con soltura y pertinencia, recordar hechos fundamentales de la historia de su país, realizar deducciones lógicas o comprender textos escritos que no sean rudimentarios. Estas ideas corresponden a Christopher Lasch, uno de los intelectuales más agudos del siglo pasado, y con ellas describe en 1979 el deterioro del sistema educativo estadounidense.
Con esos juicios críticos como portal de acceso, Jean Claude Michéa abre su texto "La Escuela de la ignorancia y sus condiciones modernas" que es una reflexión indispensable para comprender los desafíos de nuestro sistema educacional en todos sus niveles. En esta obra del autor francés hay una reflexión tan cruda como pertinente sobre lo que considera el progreso de la ignorancia, fenómeno que -a su juicio- lejos de ser una deplorable disfunción de nuestra sociedad, se ha convertido en una condición necesaria para su propio equilibrio y estabilidad. Entiende por progreso de la ignorancia, no tanto la desaparición de los conocimientos indispensables en el sentido antes señalado, sino como el declive constante de la inteligencia crítica, esto es, de la aptitud fundamental de toda persona para comprender al mismo tiempo el mundo que le ha tocado vivir y también a partir de qué condiciones la rebelión contra ese mundo se convierte en una necesidad moral. Michéa advierte directamente que todos los datos disponibles indican que la juventud escolarizada es cada vez más permeable a los diferentes productos de la superstición, que su capacidad de resistencia intelectual a las manipulaciones masivas o al bombardeo publicitario disminuye de un modo alarmante y que se le ha enseñado con eficacia admirable una sólida indiferencia hacia la lectura de los textos críticos de la tradición.
La enseñanza para la ignorancia es la que prescinde de la formación en virtudes y valores cívicos, la que atiborra de contenidos el currículo, la educación superior como mera producción de profesionales y que sólo busca la adquisición de competencias y conocimientos de carácter técnico o científico. La escuela de la ignorancia es aquella educación que no ha logrado comprender que la base de la convivencia humana y de nuestra relación con la naturaleza depende ante todo de la conciencia normativa común que podamos cultivar, y que ésta es la tarea de la educación y del sistema cultural que ella misma debe producir.
Aldo Valle
Rector de la Universidad de Valparaíso
Gonzalo Bravo Álvarez
Profesor Facultad de Teología PUCV, párroco Parroquia La Matriz