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El campesino que vuelve

Ernesto González Barnert, Premio Pablo Neruda de Poesía Joven 2018.
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Después se vino Santiago, asistiendo al taller que Gonzalo Millán dio en Centro Cultural España, Alejandra Basualto en la SECH y Elvira Hernández en la Biblioteca Nacional. "Con otros poetas trabajamos codo a codo en Santa Rosa 57", donde comienza su autoformación.

Hoy el nombre de estos poetas cruzan la vida y trayectoria de González Barnert: Zurita fue uno de los jurados que le otorgaron el Premio Pablo Neruda de Poesía Joven 2018 -a un poeta hasta 40 años-, que alguna vez ganaron Millán, Zurita y Huenún. El jurado estuvo, además, conformado por los poetas Pedro Lastra, Jaime Pinos y Francisco Véjar. En forma conjunta escribieron en su veredicto unánime: "Ha representado una contribución importante al panorama de las nuevas escrituras de poesía de nuestro país. El jurado también desea resaltar la valiosa difusión y conocimiento de la nueva poesía que se está escribiendo en Chile, dándola a conocer mediante memorables entrevistas a poetas de su generación".

"Mi vida ha sido tocada por una pasión arrebatadora desde la más temprana edad, a ello he dedicado mis mayores esfuerzos como lector y escritor. Cierto, vengo saliendo de un profundo dolor. No ha sido fácil para los que me rodean estos años, pero me apoyan incondicionalmente para que dé vuelta la página y continúe en el ruedo", resume.

A su último libro "Éramos estrellas, éramos música, éramos tiempo" (Mago, 2018), lo define "como una hoja de laurel en una olla de agua hirviendo". Pronto reeditará "Playlist".


Éramos estrellas, éramos música, éramos tiempo

Ernesto González Barnert

Editorial Mago

52 páginas

$ 7 mil

Por Cristóbal Gaete

Nació en Temuco y allí, a los 13 años, asistió a un recital de Raúl Zurita en la Universidad de La Frontera. Iba a la biblioteca de la Sociedad de Escritores y era Jaime Luis Huenún (uno de los mayores poetas del mundo mapuche) quien le prestaba libros.

Dormir en la plaza

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Se despierta con un estruendo, se incorpora de un salto, se agacha para buscar su lugar, su guarida bajo la mesa. Se despierta con un hueco de terror donde debería haber un cuerpo, un corazón que pudiera estar en la boca, aunque en su caso ni corazón ni boca ni nada, apenas ese tubo de espanto que lo arrastra al fondo, lo succiona. Toca tierra con las manos, tierra húmeda y, cuando logra terminar de despertarse, se da cuenta de que está en cuatro patas al lado de un árbol, bajo un árbol, las manos sobre un césped verde, parejo, artificial de tan verde y parejo. Y por encima de ese césped, hombres con antiparras y máquinas succionadoras, máquinas iguales a las que se activan en su interior a veces, todos muy concentrados, como si buscaran oro o bombas enterradas. Legiones de hombres flacos, por qué todos tan flacos. Enemigos maltratados. Se incorpora con cautela, que ese césped tan cortadito, tan brilloso, bien podría ser un terreno minado y él explotar en -¿veinte, ciento veinte?- pedazos, como tantos allá.

El sol le da directo en los ojos cuando se aleja del árbol, un sol penetrante, sin consuelo. Parpadea y se pregunta dónde habrá quedado su buzo, su capucha protectora. Se pregunta si lo habrá succionado también la tropilla de hombres flacos pero no, ahora que ve más claro se da cuenta de que su buzo está ahí, intacto, en la punta del banco de plaza en el que pasó la noche. Lo agarra como si fuera una tabla de salvación y se lo pone, que este sol y este frío y este banco húmedo sobre el que se vuelve a sentar le han dado un frío, un escalofrío que no pasa, que no se va con nada. Mete las manos en los bolsillos y sueña con un café, uno de esos cafés bien cargados que él preparaba allá a la mañana y a la noche también. Algunas mañanas, algunas noches. Muy de vez en cuando. Se palpa los bolsillos para ver si le queda plata. Que espere las instrucciones, o las claves, y que use bien esa plata, le dijo el hombre. Pero levantarse ahora no puede. En un rato, en cuanto se vayan esos hombres y sus máquinas devoradoras. No se habría quedado dormido ahí si por un segundo hubiese adivinado que la plaza de anoche, serena, acompasada, amanecería hoy así, como un campo minado. No hubiese logrado conciliar el sueño ni por un instante. Ahora se arrepiente de haberse confiado: nadie dijo que tal cosa estuviera entre sus posibilidades, sus planes. De pronto se siente observado, más bien cercado. Un perro bien negro lo mira como si ya lo conociera de antes. Se equivoca, piensa FG, mientras lo mira de reojo. A él no lo conoce. A otros como él puede ser, pero a él no. Imposible. Él no conoce a nadie en la ciudad monstruo. Tal vez vaya a conocer cuando le quede claro qué es lo que tiene que hacer, cuál su misión, pero por ahora no. Estira una mano, las palmas para arriba, se queda mirando como si ahí, en esas líneas, pudiera encontrar la respuesta. Abre y cierra la mano entumecida, enmudecida, y después la pone sobre la cabeza del perro negro que, para su sorpresa, se queda ahí, como aceptando.


"Mal de época"

María Sonia Cristoff Editorial Libros del Laurel 220 págs.

$ 12 mil.

Adelanto del libro "Mal de Época"

Por María Sonia Cristoff