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¿Qué nos pasó?

Premio nacional de Humanidades
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D esde el día 18 hemos presenciado hechos que no veo otra manera de interpretar que como una protesta muy extendida, muy aguda, más parecida a lo que se suele llamar estallido social, y con la que la mayor parte del país pareciera estar en sintonía. El desacuerdo, como es previsible, e incluso la condena, se produce en relación con los graves y reiterados hechos de fuerza y de violencia que estamos viendo. Una protesta no tiene por qué ser violenta y, cuando lo es, corre el riesgo de desprestigiar la causa de la movilización.

Se fueron acumulando una serie de hechos y situaciones que explican el malestar y, ahora, la indignación de muchos, si no de todos, salvo los ingenuos, interesados o complacientes de siempre que nos venían diciendo que vivíamos en el mejor de los mundos y que los problemas de los chilenos consistían en que habían alcanzado altos niveles de satisfacción que de pronto les parecieron poco. El problema no era de "carencias" (palabra que ahora empleó el Presidente Piñera), sino de expectativas.

Me refiero a hechos y situaciones tan antiguos y conocidos como las ya crónicas bajas remuneraciones de la mayor parte del país; el altísimo endeudamiento forzado de la clase media y baja con el que se ha pretendido compensar las bajas remuneraciones; la intangibilidad de un sistema de pensiones que fue ideado para inyectar recursos a la economía del país antes que para pagar pensiones justas y oportunas; instituciones públicas de salud que atienden al 80% de la población y que están siempre colapsadas, e instituciones privadas que durante casi medio siglo han regateado prestaciones al 20% restante, discriminando por género y subiendo a cada instante los planes contratados con ellas, obligando a miles de afiliados a recurrir por ello a los tribunales de justicia; colusión empresarial grave y prolongada en el papel de uso diario, en las farmacias y en la carne más consumida por la población; corrupción político-empresarial en el financiamiento de las campañas electorales y también al votarse determinadas leyes en el Congreso; fraudes fiscales de grandes proporciones en dos ramas de las fuerzas armadas y que se veían cometiendo por largo tiempo, mientras los ministros de defensa no se enteraban de cómo se estaba gastando el dinero destinado a la defensa nacional, incluido el muy cuantioso de la llamada ley del cobre; y proliferación de las escandalosamente llamadas "zonas de sacrificio" por antiguas fuentes contaminación de industrias públicas y privadas.

La reciente alza del transporte público en Santiago -decidida por un panel de 3 ingenieros- se sumó a todo lo anterior y nadie puede entender ahora el efecto social que produjo, pero ello porque olvidamos todos los hechos antes mencionados. ¿Alguien podría hacer haber sido tan ingenuo o distraído como para no advertir que, a poco o mucho andar, ese conjunto de hechos, todos especialmente graves, iban a tener de pronto un costo social alto? Llegó la gota que rebalsó el vaso, apenas una, una sola gota y no de grandes proporciones, pero había ya mucha agua en el recipiente.

Se trata de hechos en los que cabe responsabilidad principal a los gobiernos, a los partidos y coaliciones políticas, a los congresistas, pero también a aquellos que teniendo los mejores ingresos y los mayores patrimonios eluden el pago de impuestos y llevan parte de sus fortunas offshore, o sea, fuera del territorio, a paraísos fiscales, de manera de evitar así pagar impuestos en el país (Chile) en que produjeron su riqueza con la colaboración de trabajadores, instituciones e infraestructura chilenas. La codicia e insolidaridad de nuestras elites económicas me hace recordar lo que afirmada el notable poeta y ensayista Octavio Paz, para nada sospechoso de izquierdismo: "la fraternidad es la gran ausente de nuestras sociedades capitalistas contemporáneas. Nuestros deber es redescubrirla y ejercitarla".

Ahora es el momento de poner fin a la violencia y de reanudar la conversación. El término de la conversación es el fin de la política e incluso el fin del futuro. Una conversación a la que nadie debería restarse ni ponerle condiciones.

Agustín Squella,