Secciones

Los buenos y los malos

Director ejecutivo Fundación Piensa Profesor de Derecho PUCV "Superadas la caricaturas vistas en la campaña, ahora debemos responder a la pregunta fundamental de qué Constitución queremos".
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De un tiempo a esta parte en nuestro país se ha instalado el fenómeno de dividir al mundo entre buenos y malos. Los buenos son los que comparten mi visión de justicia y los malos son los del frente. El plebiscito constitucional -quizá de modo inevitable- acentuó esta realidad. Obligados a reconducir los muy diversos grises que tiene nuestra sociedad a dos opciones antagónicas, el debate estuvo marcado por la caricatura y la superioridad moral, tanto desde una parte de la izquierda como desde una parte de la derecha.

De mantenerse esta actitud infantil será difícil darnos una Constitución. Quien va por la vida sin prejuicios habrá constatado que hay gente buena y mala en todos lados y que, en general, las personas no somos ni tan buenas ni tan malas. Este maniqueísmo contemporáneo está, a su vez, incentivado por las redes sociales. Como describe el popular documental de Netfix "The social dilemma", las aplicaciones digitales tienen el incentivo de mostrarnos contenido que ratifique nuestras posiciones. Esto es doblemente grave si consideramos que las personas, sobre todos los más jóvenes, se informan fundamentalmente por esa vía. Los medios de comunicación tradicionales cumplen un rol de filtro insustituible, que debemos valorar y promover.

A su vez, el nuevo sistema electoral y la llegada del Frente Amplio -y su asambleísmo universitario- al Congreso han contribuido a intensificar el fenómeno. En su concepción están "ellos", que son monopolio de virtud y tienen la misión de empujar cambios irreversibles para lograr "justicia social", un concepto líquido que muchas veces esconde fracasadas recetas colectivistas. Por otra parte, ven al centro y a la derecha como un depósito de intereses malignos, encargados de defender un orden social que está destinado al fracaso. Creen que todo lo que se haga en nombre de la igualdad es bueno, que la destrucción del poder contribuye a ese propósito y que el "del frente" es el enemigo.

Si queremos darnos una Constitución que nos represente a todos y que cumpla con su rol de organizar el poder, proteger los derechos fundamentales y permitir la implementación de distintos programas de gobierno según lo decidan las personas en elecciones periódicas, debemos afrontar múltiples desafíos. Me detendré en dos.

En primer lugar, un desafío procedimiental. Para la Convención hay que establecer reglas que permitan la negociación. Enfrentando la corrección política, deben haber instancias, especialmente las comisiones de trabajo, que no sean públicas, de modo tal que se pueda convencer y transar. De lo contrario, la Convención puede transformarse en un reality show, avivado por las funas y la simplificación interesada del debate para alimentar a las barras bravas de cada cual. Ciertamente, los plenarios deben ser públicos y, para la historia fidedigna, debe quedar actas de todo el trabajo de la Convención.

Además, se debe evitar cambiar las reglas electorales luego del plebiscito. La ciudadanía votó por la Convención Constitucional de 155 ciudadanos electos. Cambiar su composición y número de integrantes -como han sugerido parlamentarios de oposición y el alcalde Sharp- es atentar contra esa voluntad soberana y sentaría un preocupante precedente: el Congreso podría influir en el funcionamiento de la Convención y ninguno de los aspectos del "Acuerdo por la paz y la nueva Constitución" están asegurados.

En segundo lugar, un desafío de fondo. Superadas la caricaturas vistas en la campaña, ahora debemos responder a la pregunta fundamental de qué Constitución queremos. Más que con su texto, la cuestión tiene que ver con su ethos, con responder a cuál es la relación entre las personas y el Estado. La mayoría del espectro político debiera considerar que la persona es anterior y superior al Estado. Que el Estado está al servicio de la persona, y no al revés. Que debe respetar nuestra libertad y auxiliar a las personas y organizaciones de la sociedad civil que lo necesiten, para lo cual urge su modernización. En esto debiera haber más acuerdo del que la polarización sugiere.

La Constitución no es una carta de deseos. Es un marco que busca organizar y limitar el poder en favor de los ciudadanos. Si queremos que el proceso no fracase debemos partir de la buena fe y entender que el que está en la otra vereda puede legítimamente tener un visión de justicia distinta de la mía, lo que no lo hace mejor o peor persona. En definitiva, que el mundo no está dividido entre buenos y malos.

Juan Pablo Rodríguez

Abogado

Venga la esperanza

Christian Viera Álvarez Profesor titular Escuela de Derecho Universidad de Valparaíso "Hay amenazas que se advierten, como el intento de las élites de cooptar la discusión de espaldas al movimiento social y que estamos a tiempo de corregir".
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Así se titula una famosa canción del cantautor cubano Silvio Rodríguez, afirmación que retrata muy bien lo sucedido el domingo pasado porque, si bien es incierto aún el panorama, los resultados del reciente plebiscito permiten una mirada optimista del futuro, aunque no exenta de riesgos.

Pablo Contreras y Domingo Lovera en un reciente libro han señalado lo siguiente: "La historia constitucional de Chile permite afirmar que las élites gobernantes han preferido la estabilidad sobre la democracia, el orden sobre la participación. Tanto la estabilidad como el orden se han alcanzado sobre la base de la activa intervención de los militares, cuyo clave rol político quedó definido desde el nacimiento de la república". En efecto, todas las Constituciones chilenas han sido fruto de acuerdos elitistas acompañados de la fuerza. Mañana, eso puede ser diferente, por vez primera en poco más de doscientos años una Constitución puede ser fruto de la deliberación de ciudadanas y ciudadanos, porque eso es lo que abrió de manera categórica el plebiscito.

Además, el proceso constitucional chileno ha concitado el interés en muchos lugares del mundo. Por de pronto, por la génesis que no ha sido fruto de acuerdos cupulares, sino que consecuencia de una potente movilización social, pero además por ciertas reglas que van a acompañar el proceso siendo la más original la paridad: Es un caso exclusivo de lo cual hemos de estar orgullosas y orgullosos. Pero también porque, a pesar de la compleja crisis política y social que estamos atravesando, la respuesta institucional supone ceder poder, lo que favorece y profundiza la democracia, que no queda atrapada en los estrechos marcos de su interpretación electoralista.

Sin embargo, este proceso recién parte y hay amenazas que se advierten en el horizonte, la principal, el intento de las élites metropolitanas de cooptar la discusión de espaldas al movimiento social y que estamos a tiempo de corregir. Y pienso en tres criterios que deben ser considerados de manera urgente para la legitimidad del proceso.

El primero, escaños reservados para pueblos originarios. La deuda histórica con los pueblos originarios tiene una oportunidad única para comenzar a ser reparada. No cabe duda el carácter plurinacional de nuestro país, por lo mismo su representación es fundamental para profundizar la legitimidad del proceso, pero no restando escaños a los 155 determinados, sino que sumando en proporción a la población que según el último Censo se identifica con alguno de esos pueblos.

El segundo, que los representantes tengan un vínculo con sus territorios. La Convención Constitucional, aunque funciona y parece un Congreso, no es igual. Su cometido único es hacer la Constitución. Si la Constitución es una estructura jurídica y política para nuestra convivencia, lo deseable es que quienes con-viven sean parte de su elaboración de ahí la necesidad que emerjan liderazgos territoriales que conecten movimiento social y representación.

Finalmente, representatividad de independientes. Relacionado con lo anterior, la Convención debe contar con un abultado número de independientes y no ser colonizada por los partidos. Si las coaliciones no tienen apertura al mundo independiente significa que los partidos, en su corporativismo, no logran detectar que, aunque necesarios en un régimen político, para salir de esta crisis deben ceder poder. Pero, cuando pienso en independientes no lo hago como una santificación de la ausencia de filiación. Sería un error pensar que el independiente por ser tal está inmune a las ideas políticas. Esperaría, como leí días atrás, que los independientes fueran reconocidos por su militancia social, por su compromiso con causas más que por el solo hecho de no tener militancia en un partido. Y, por el sistema electoral que tenemos, será del todo ineficiente para los proyectos emancipadores que los y las independientes vayan por fuera de una lista. Si así se hiciere, será una amenaza para la representación. Esperaría que las coaliciones abran sus listas a independientes y/o que prospere el proyecto de ley que permite a listas de independientes pactar con coaliciones.

En definitiva, queda poco tiempo para las elecciones de convencionales, pero es suficiente para interpretar adecuadamente el resultado del pasado 25 de octubre, día que formará parte de la memoria histórica del país.