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Chile es uno solo

Director ejecutivo Fundación Piensa "Reconocer en la Constitución a los pueblos indígenas es un imperativo, porque es necesario para completar el relato de lo que somos". Luis Villavicencio Miranda Profesor Escuela de Derecho Universidad de Valparaíso "Chile se encuentra lejos, entonces, de ser un Estado plurinacional que reconozca grados de autonomía territorial y política a los pueblos indígenas".
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Fue lo que afirmó con vehemencia el Presidente Aylwin en su discurso de asunción en el Estadio Nacional cuando el público comenzó a pifiar a los militares. Junto con recordarnos que hubo un tiempo donde los políticos defendían convicciones, sus palabras dan cuenta de dos elementos centrales sobre los cuales se ha construido nuestra república: la igualdad ante la ley y la unidad de Chile.

La actual Constitución, en perfecta armonía con nuestra historia institucional, lo consagra en sus artículos 1º ("Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos"), 3º ("Chile es un Estado unitario") y 19 nº 2 ("En Chile no hay persona ni grupo privilegiados… Hombres y mujeres son iguales ante la ley").

A propósito del debate constitucional, y especialmente en lo referido a como éste puede ser una oportunidad para mejorar la forma de relación entre el Estado y los pueblos indígenas, se han planteado dos cuestiones que -en la medida que sean mal implementadas- pueden atentar contra la igualdad y unidad de Chile: el reconocimiento constitucional y el establecimiento de escaños reservados en la convención constitucional.

La nación chilena es una e indivisible, es multicultural y se ha construido a lo largo de los siglos. Junto con diversas olas migratorias, destaca el aporte hispano -que nos legó civilización, idioma y religión- y el mapuche -que nos heredó una especial relación con el territorio y el carácter recio del único pueblo originario que resistió por casi cuatro siglos la conquista extranjera-. Bien retrata esto último La Araucana, poema épico del que carecen otros pueblos precolombinos, como los mayas o los aztecas, que si bien fueron más esplendorosos se rindieron fácilmente (Chile, fértil provincia, y señalada/ En la región Antártica famosa/ De remotas naciones respetada/ Por fuerte, principal y poderosa/ La gente que produce es tan granada/ Tan soberbia, gallarda y belicosa/ Que no ha sido por rey jamás regida/ Ni a extranjero dominio sometida).

Reconocer en la Constitución a los pueblos indígenas es un imperativo de justicia, tanto porque hay un daño que reparar como porque es necesario para completar el relato de lo que somos. En el último censo el 12,8% de la población (2.185.792 personas) se consideró perteneciente a uno de estos pueblos, concentrándose en la Región Metropolitana (615.000) y en La Araucanía (300.000). Es importante que este reconocimiento, a diferencia de lo ocurrido en Ecuador y Bolivia, sea sobrio. Se deben evitar fórmulas maximalistas, como la del estado plurinacional, que generen riesgo de secesión o de crear estados independientes dentro de Chile.

Respecto de los escaños reservados, se ha sostenido que existen algunos grupos excluidos que requerirían una forma de representación especial en razón de una marginación histórica en la toma de decisiones. Es por esto que en el Congreso está en discusión una indicación que incorpora 24 nuevos escaños reservados para pueblos indígenas en la convención constitucional, que se agregan a los 155 ya establecidos. Un informe del PNUD afirma que de 12 asambleas constituyentes analizadas, sólo 2 tuvieron escaños reservados (Venezuela: 3 de 131; Bolivia: 3 de 255).

La reserva de escaños, y el fraccionamiento en función de identidades, atenta contra la democracia representativa que descansa en la igualdad esencial de todas las personas. A las personas no se las protege por su origen, cultura, religión o color, sino que por el hecho de ser personas. Lo que fortalece la representación no es la pertenencia a un grupo, es la elección de cada cual. Es el voto no la identidad.

Ahora bien, de insistirse en el mecanismo, debiera privilegiarse la indicación presentada por el Senador Galilea, que al establecer la creación de un padrón especial, incorporar los escaños nuevos dentro de los 155 y fijar un sistema de candidaturas por listas protege mejor la igualdad ante la ley, la certidumbre electoral, la representación y el respeto a la voluntad popular. Además, no atenta contra el plebiscito que legitimó una asamblea de 155 miembros y no otra cosa.

Tenemos la oportunidad de establecer un marco institucional que permita la implementación de leyes que, según los énfasis que le dé cada gobierno, mejore el trato para con nuestros pueblos indígenas y refleje de mejor modo quiénes somos. Pero se deben resistir las pretensiones maximalistas que ponen en riesgo la unidad del país y la igualdad ante la ley. Chile es uno solo y somos iguales.


Convención Constitucional y escaños para pueblos indígenas

El lenguaje del constitucionalismo moderno fue diseñado para excluir o asimilar la diversidad cultural y así justificar artificialmente la homogeneidad. Una manifestación de tal ficción la encontramos en la definición del soberano como una comunidad uniforme que, mediante un acto voluntario y racional, crea una constitución.

Los rudimentarios Estados de derecho que emergieron durante el siglo XIX en Latinoamérica son herederos de esa tradición constitucional hegemónica, reflejada en la doctrina napoleónica de la unidad del Estado. Los pueblos indígenas, atrapados en este proceso histórico, fueron anulados políticamente. La conquista primero, luego la colonización y finalmente la usurpación de sus tierras ancestrales consolidó el despojo. Obviamente, los incipientes países no desconocían la pluralidad cultural y nacional que los constituía, pero la fórmula mono-étnica y unitaria se explicaba por la necesidad política de consolidar la frágil identidad nacional. El pago, con todo, fue extremadamente alto: exterminio, sumisión y asimilación.

Con el arribo del siglo XX, los pueblos indígenas continuaron sin ser una preocupación genuina para el derecho constitucional latinoamericano. Recién con la creación de la OIT el paisaje comienza a cambiar. Primero se adopta el Convenio N° 107 el año 1957, aunque con un claro sesgo asimilacionista. Luego se avanza hacia el reconocimiento pleno de los pueblos indígenas con el Convenio N° 169 que entró en vigor en 1991, aunque Chile lo ratificó recién en 2008. Finalmente, la evolución internacional alcanza un nuevo hito al adoptarse por la Asamblea General de las Naciones Unidas la Declaración sobre Derechos de los Pueblos Indígenas el año 2007, la que reconoce el derecho a la libre determinación.

En casi todos los Estados latinoamericanos, gracias al impulso que supuso el Convenio 169, se cuestionó el paradigma del Estado-nación sobre el que se construyeron las constituciones del sur del mundo, reivindicando la introducción de reformas significativas o nuevas cartas fundamentales. La historia de Chile, en contraste, es bien distinta. Nuestro país es el único Estado en Latinoamérica, con una presencia indígena significativa y territorialmente asentada, que no ha reconocido a los pueblos indígenas a nivel constitucional. Sobre esa omisión jurídica, pero también gracias a una historiografía fantasiosa, se ha construido la falsa idea de que Chile fue, desde sus inicios, un Estado-nación homogéneo y unitario. Este relato se ha mantenido en lo medular inalterado hasta la actualidad. Ni la aprobación el año 1993 de la mal denominada Ley indígena que se limitó a reconocer etnias, pero no pueblos indígenas, ni la implementación parcial del Convenio 169, a esperas de su íntegra aplicación, han cambiado ese panorama. Chile se encuentra lejos, entonces, de ser un Estado plurinacional que reconozca grados de autonomía territorial y política a los pueblos indígenas. En ese escenario, la posibilidad de que podamos darnos una nueva Constitución, por medio de un proceso deliberativo y representativo, es una oportunidad única para comenzar a saldar una deuda histórica.

Lo anterior pasa, necesariamente, por tomarse en serio no solo las exigencias normativas sobre la participación de los pueblos indígenas en procesos políticos y constitucionales que impone el Convenio 169, la Declaración del año 2007 y la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sino también las propuestas y recomendaciones del informe final de la Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato de los Pueblos Indígenas del año 2003. Baste recordar aquí parte de sus elocuentes conclusiones: "el proceso de conformación del Estado-Nación chileno, supuso un intento sistemático y deliberado por asimilar a los Pueblos Indígenas: fue el intento de las élites del siglo XIX por conformar una ciudadanía leal a la Nación". Una Convención Constitucional que asegure la participación de representantes de los pueblos indígenas es solo el primer e imprescindible paso de ese nuevo trato que venimos eludiendo desde el inicio de la República. La próxima semana se votará en la sala del Senado el proyecto que asegura la reserva de escaños para los 10 pueblos indígenas reconocidos por la ley, incluido el pueblo Chango, recientemente incorporado. El resultado es incierto y el tiempo se agota. Pronto sabremos si el Congreso estuvo a la altura.

Juan Pablo Rodríguez

Abogado de la Pontificia Universidad

Católica de Valparaíso.