Ciudad de Dios
El año 430 d.C. el ejército de los Vándalos sitió la ciudad africana de Hipona, en la cual San Agustín fungía como obispo de la recientemente oficializada religión cristiana, y arrasó con todo lo que encontró a su paso, con excepción de la catedral y la biblioteca de la ciudad. Por esas ironías de la vida, el respeto que los bárbaros mostraron hacia la figura y obra del anciano obispo no impidió su muerte por inanición el 28 de agosto del año 430 de nuestra era.
A primera vista puede parecer anacrónico revisitar la obra de uno de los padres de la Iglesia Católica (San Agustín fue quien sugirió la ideal del "pecado original"), pero un examen más detenido muestra que el obispo de Hipona es un filósofo que puede ayudarnos a comprender nuestro mundo actual y el probable curso de los acontecimientos.
Cuando San Agustín publicó su obra más emblemática, De Civitate Dei (Ciudad de Dios), no solo intentaba en ella una férrea defensa del platonismo y del cristianismo, sino que dirigía sus dardos contra el entonces decadente Imperio Romano, que vería su fin unos pocos años después de la muerte del filósofo. La crítica agustiniana es doble: por un lado, al optimismo de los romanos, quienes no solo creían posible alcanzar la felicidad en este mundo de la mano de los avances tecnológicos, del dominio de la naturaleza y de la supuesta capacidad humana para controlarse a sí misma; y, por el otro, a la idea de que la sociedad romana podía ser considerada justa, pues se basaba principalmente en el mérito, esto es, en el principio que hoy denominamos "meritocracia". Según San Agustín, ambas ideas no solo son vanas e ilusorias, sino derechamente erróneas.
Son ilusorias, porque lo que los romanos llamaban "felicidad" es un fin inalcanzable en este mundo sensible; y son erróneas, porque la meritocracia como pilar de la movilidad social no es real, sino solo aparente, idea que filósofos contemporáneos como Michael Sandel han puesto de relieve en más de una oportunidad. La actualidad de San Agustín se debe a que su crítica ha resistido el paso del tiempo y aplica perfectamente a nuestras sociedades posmodernas, cualquiera sea el Estado o Democracia que uno pueda imaginar.
Parafraseando a Paul Ricoeur, sería justo incluir a San Agustín entre los "pensadores de la sospecha" (junto con Marx, Nietzsche y Freud), pues su implacable crítica a los romanos -y, por extensión, a la condición humana- no solo hiere nuestro orgullo posmoderno, sino que es un necesario recordatorio de humildad: ni somos el centro del universo ni nuestras sociedades son tan justas como pensamos. Como sea, en la crítica de San Agustín subyacen dos preguntas inquietantes: ¿qué tan decadente es nuestra sociedad actual? y ¿qué tan probable es su ruina, como aconteció con los romanos?
Por Fernán Rioseco Académico de Filosofía de la UV