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En la urgencia

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La duda que queda es si es suficiente con obligar al voto para que este sea un derecho ejercido en la práctica y con responsabilidad. Porque hay otros problemas que van más allá de la pura decisión de ir a sufragar. ¿De qué sirve un voto obligado sin información?".

Cuatro días -según consignó la prensa- se demoró el Congreso en darle el visto bueno al proyecto de ley que establece como feriado el Día de los Pueblos Originarios, el que se aplicará por primera vez mañana lunes. Una discusión y votación en la urgencia que rara vez se ve en el Parlamento y que generó todo tipo de críticas, no por el reconocimiento de sumo necesario de quienes primero poblaron nuestro país, sino por la premura en su tramitación y los efectos de este día libre "a última hora".

Ese mismo apuro -aunque con matices- es el que se está viviendo en torno a la tramitación de la reforma constitucional que definirá que el voto vuelva a ser obligatorio, tal como lo era hasta antes de la modificación de 2012, que permitió que la inscripción fuera automática y el sufragio, voluntario.

Tras los resultados de las elecciones de constituyentes, alcaldes, concejales y gobernadores regionales del pasado 15 y 16 de mayo, esta discusión parece del todo lógica. Y mucho más cuando se miran las cifras de la segunda vuelta de jefes regionales, el fin de semana pasado, en la que ni siquiera llegamos al 20% de participación a nivel nacional, con zonas dramáticas como Antofagasta, donde apenas un 12,21% del padrón habilitado acudió a las urnas.

Entonces, el voto obligatorio aparece inmediatamente como la opción. La duda es si efectivamente esta será la mejor forma de encarar la poca motivación ciudadana. El debate debiera ser profundo y no al fragor del apuro para que este cambio sea válido en las elecciones de noviembre.

Es cierto que la obligatoriedad del voto apunta al cumplimiento de un derecho que a la vez es un deber de los ciudadanos. Así como los chilenos demandan un estado que entregue mayor cantidad de servicios y derechos, también debiera tenerse claro que aquellas facultades van acompañadas de responsabilidades. La más relevante de aquellas obligaciones es el voto, considerando, además, que el momento de sufragar es el más equitativo y democrático, cuando todos los chilenos, sea quien sea, valemos lo mismo, sin importar raza, religión, ni nivel socioeconómico.

Para llegar a esta situación, la lucha fue larga y difícil. De hecho, según Memoria Chilena, recién en 1874 se extendió el derecho a sufragio a todos los hombres mayores de 21 años, si eran casados, o de 25 años, si eran solteros, eliminando el requisito de renta que existía hasta ese momento.

Para las mujeres, la lucha y la espera fue mucho mayor: recién en 1935 se permitió el voto femenino en las elecciones municipales, y en 1949, en las presidenciales y parlamentarias. 20 años después pudieron hacerlo también las personas no videntes y recién en 1972 se permitió el sufragio de quienes eran analfabetos. O sea, un siglo para lograr democratizar en algo este proceso. Derecho que hoy tiramos por la borda y que el legislador está apurado en volver a convertir en responsabilidad.

La duda que queda en el tintero es si es suficiente con obligar al voto para que este sea un derecho ejercido en la práctica y con responsabilidad. Porque, hay otros problemas que van más allá de la pura decisión de ir a sufragar. ¿De qué sirve un voto obligado sin información? ¿De qué vale que obliguen al elector a votar si no sabrá por quién hacerlo y terminará anulando?

La información es en extremo relevante en este escenario, más allá de la obligatoriedad. Por lo tanto, debiera pensarse también en la responsabilidad de los partidos políticos y movimientos de motivar el voto, que se genere una restructuración de las campañas, ya no solo enfocadas a mostrar caras y lindos dientes blancos, sino que realmente apunten a informar respecto de las distintas alternativas.

Porque si el ciudadano siente que no gana nada, que simplemente será más de lo mismo, entonces no hay un motor que lo mueva. La típica frase "da lo mismo quién gobierne, mañana igual debo levantarme e ir a trabajar" es el peor enemigo de la participación, no la voluntariedad del voto.

A eso se agregan los hoyos negros de esta reforma y que deberán ser discutidos más adelante: qué sanciones tendrán quienes no voten, qué posibilidad de fiscalización real habrá, ¿la inscripción será automática o volveremos a una voluntaria como era antes de 2012? ¿Qué se sacará en limpio entonces? ¿La gente podrá salir del padrón electoral si así lo quiere?

La nebulosa es muy grande y lo que está en juego es gigante. Entonces, pensar en reformas exprés -como la que se está discutiendo-, que borra con el codo lo escrito con la mano apenas hace nueve años, no tiene mucho sentido. La urgencia, en este caso, es enemiga de lo bueno. 2

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¿Acaso la historia es irrelevante?

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Junto con la validación de la violencia, aparecen el desprecio por la democracia para determinar a sus autoridades, y la libertad de los individuos como un bien menor frente a otros como podría ser el de la igualdad".

Una de las noticias más importantes de la semana pasada fue el triunfo del demócrata cristiano Claudio Orrego sobre Karina Oliva para asumir la gobernación de Santiago, lo que ha muchos les recordó un escenario similar al que se vivió en las elecciones de 1964. Mientras los principales problemas a los que se verá enfrentado el mundo en los próximos años son la sequía, la cesantía producto de la robotización y el aumento de la esperanza de vida de las personas sin financiamiento, en Chile, en cambio, parece que volvimos a la Guerra Fría.

En esa línea, la sola posibilidad de que un miembro del Partido Comunista pueda ser Presidente de la República es motivo de alerta. Mi intención no es hacer un juicio personal de Daniel Jadue ni de su programa, sino tratar de recurrir a la historia para explicar por qué me parece insólito que en el siglo XXI sea una alternativa para asumir el poder en La Moneda.

El primer punto tiene estricta relación con la violencia como un medio para conseguir objetivos. Este principio aparece proclamado sin tapujos en el Manifiesto Comunista escrito por Marx y Engels en 1848. En esta línea, la llegada al poder a través de la vía armada es una opción más dentro de las posibles. Uno pensaría que esta idea evolucionó, sin embargo, hemos visto cómo se validaron muchas de las acciones vandálicas ocurridas el 18 de octubre de 2019 y que tenían como objetivo conseguir la renuncia del Presidente.

Junto con la validación de la violencia, aparece, como un segundo punto, el desprecio por la democracia para determinar a sus autoridades. Para muestra un botón: a finales del año pasado, pese a que la diputada Camila Vallejo fue la más votada en las elecciones del Comité Central del Partido (5.923 sufragios), Guillermo Teillier se mantuvo al mando, aun cuando el actual presidente consiguió mil votos menos.

Asimismo, la libertad de los individuos aparece como un bien menor frente a otros como podría ser el de la igualdad. La evidencia histórica es implacable. Mientras ningún país capitalista se ha visto en la necesidad de prohibir la fuga de sus habitantes, aquellas naciones que han estado bajo la esfera comunista deben construir muros y ejercer estrictos controles para no perder a sus ciudadanos. El contrapunto lo constituye Estados Unidos, paradigma del capitalismo. Trump quiso construir un muro para que no entrasen más inmigrantes y no para que no salieran.

En esta misma línea, para el comunismo, la vida de las personas está subordinada a los intereses del Estado. Vale la pena preguntarse qué quiso decir el alcalde Jorge Sharp cuando en un tweet sobre el líder de la revolución soviética posteó: "Lenin hacía lo que se tenía que hacer" ¿Se habrá referido a torturar, secuestrar y matar? Pues esta fue la trilogía que permitió y ha permitido mantener a los régimenes comunistas en el mundo. Al igual que otros sistemas totalitarios y algunas dictaduras, como la de Pinochet en Chile durante 17 años.

Si mi análisis le parece sesgado y le da flojera leer libros de historia, le recomiendo darse una vuelta por Netflix y ver la exitosa serie danesa Borgen, específicamente, el capítulo 6 de la temporada 3, cuando la entrañable protagonista tiene la idea de incorporar como candidato al Ministerio de Hacienda a un académico que había militado, durante su juventud, en el Partido Comunista. Este solo hecho genera el suficiente escándalo para que él deba renunciar. En una de las discusiones sobre si debían defenderlo o no, uno de los ministros señaló:

- ¿Acaso la historia es irrelevante?

- Eso fue hace 30 años, le responden.

- Exacto, hace solo 30 años.

Claro, se trata de una ficción, pero lo que la serie recuerda es lo cerca que estuvo Dinamarca de caer bajo la esfera soviética y los riesgos que esto implicaba. El hecho de que una persona haya creído en una revolución armada para llegar al poder ya es una prueba suficiente para que la opinión pública determine que no puede ser parte del gobierno.

En fin, resulta lamentable que cuando asumimos que existían ciertos mínimos comunes, como el rechazo a la violencia, defensa de la vida, respeto por la libertad de las personas, democracia como el sistema de gobierno, nos encontramos enfrentados a la posibilidad de tener, nuevamente, un presidente comunista cuya ideología, a lo largo de la historia, ha amenazado estos principios. No son 30, hemos retrocedido 50 años. 2

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