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Reflexiones sobre Afganistán

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La cultura occidental es el resultado de un proceso de miles de años del que deberíamos estar orgullosos porque se han terminado estableciendo una serie de valores que nos permiten disfrutar de un mundo que, aunque con imperfecciones, nos hace más libres e iguales" .

Las recientes imágenes recibidas desde Afganistán de las personas tratando de huir desesperadas de Kabul, han sido un triste baño de realidad respecto a que lo que considerábamos como normalidad no es más que una apariencia fugaz, condicionada por nuestra visión del mundo desde una perspectiva occidental.

Aunque muy alejado de los temas que investigo y trabajo, lo que está sucediendo o creemos que está pasando en Afganistán resulta útil para realizar una serie de reflexiones respecto a la forma como comprendemos el mundo.

La primera de ellas guarda relación con la dificultad que existe para saber qué es lo que realmente está ocurriendo. Las imágenes, testimonios y noticias que recibimos están condicionadas por el emisor que, de manera tácita o explícita, tiene una intención que, siempre, va más allá de informar. En esta línea, influye mucho qué se muestra y qué no.

Para el caso de Afganistán, es evidente que el mundo occidental siente un rechazo hacia el fundamentalismo islámico de los talibanes. De ahí que las informaciones que recibimos están condicionadas por esta mirada crítica del régimen y sus costumbres que, desde nuestra particular forma de ver el mundo, ponen en riesgo una serie de libertades que asumimos como fundamentales y derechos universales.

En este sentido, vale la pena leer ese texto clásico de Samuel P. Huntington sobre "El Choque de Civilizaciones" para entender, entre otras cosas, que para lo que Occidente es universalismo, para el resto del mundo es imperialismo. Sobre esto mismo, dice el autor: "La creencia de que los pueblos no occidentales deben adoptar los valores, instituciones y cultura occidentales es inmoral debido a lo que sería necesario para llevarlo a la práctica".

El problema es que, en el actual escenario, hay límites que nos parecen inaceptables, como podría ser la relegación de las mujeres a un segundo plano o las condenas a minorías sexuales, las que resultan suficientes para exigir una intervención que permita velar por que esto no ocurra.

Sin embargo, esto resulta peligroso en dos líneas. La primera, si no somos capaces de aceptar otras formas culturales y vamos a imponer por la fuerza lo que consideramos bueno, estaríamos aceptando, de forma implícita, que quien tiene la fuerza puede terminar fijando sus condiciones al resto. En la actualidad, esto no es un problema porque quien defiende estos principios es Estados Unidos cuya forma de ver el mundo, no difiere mucho de la de nosotros. Sin embargo, la balanza del poder puede cambiar y, de igual forma, en unos años más China o el mismo Afganistán podrían estar en condiciones de someter al resto su manera de comprender el mundo.

La segunda línea tiene relación con el rol que ha tenido Estados Unidos en toda esta historia. Aunque sus intervenciones en Afganistán son antiguas, la más reciente surgió en respuesta al atentado a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. Desde esa fecha hasta ahora, los norteamericanos intentaron eliminar la amenaza terrorista, acabar con Osama Bin Laden y sentar las bases para una nueva institucionalidad a la usanza occidental, sin mayor éxito.

Esto implicó una decisión política que se mantuvo en cuatro presidencias, millones de dólares gastados y miles de soldados movilizados. Es fácil criticar a Joe Biden por el colapso que provocó esta retirada, en especial, cuando el dinero que financia esa ocupación no sale de nuestros impuestos y, más aún, cuando la vida de ninguno de nuestros soldados o compatriotas está en juego. Más allá del rechazo teórico hacia lo que están sufriendo las mujeres afganas, la pregunta clave es cuánto más estamos dispuestos a hacer por ellas.

Finalmente, me parece relevante comprender, a partir de la triste experiencia afgana, que la cultura occidental es el resultado de un proceso de miles de años del que deberíamos estar orgullosos porque se han terminado estableciendo una serie de valores que nos permiten disfrutar de un mundo que, aunque con imperfecciones, nos hace más libres e iguales. 2

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Réquiem por María

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Llegó a Manuel Bustos en el 2000 y a poco andar se hizo cargo del liderazgo del Comité Bellavista. Sufrió en cuerpo y alma cifras como las compartidas por Techo, en cuanto a que las familias viviendo sin condiciones básicas en campamentos pasaron de 11.228 en 2019, a 23.843 en 2020".

La conocimos por ahí por 2016, cuando llegó con su ímpetu, claridad, generosidad y espíritu de lucha a conversar con nosotros, en el marco del programa Región F, que cada dos semanas entrevista a mujeres de Valparaíso y pone en relieve su aporte al desarrollo de nuestro país.

María Medina era fuerte, directa, aunque a la vez encantadora. Su vida era ejemplo de resiliencia y de batalla. De hecho, volvimos a convidarla en 2020, a raíz de la pandemia. Y pese a que ya luchaba silenciosamente contra el cáncer, la única pelea que visibilizaba era la que pretendía llevar mayor dignidad a sus vecinos y vecinas del campamento Manuel Bustos, del cual era dirigenta y vocera.

Llevaba más de 20 años viviendo en el asentamiento, el más grande de Chile, pero tan ignorado como todos los demás a lo largo del país. Así lo advertía ella, cuando aseguraba que este sector era el "patio trasero" de la supuesta Ciudad Bella, el slogan que la municipalidad, entonces a cargo de Virginia Reginato, publicitaba urbi et orbe. Pero la realidad más allá de las flores y del borde costero era otra y María Medina quería que todos lo supieran.

Ya con la pandemia, se involucró en intentar que el coronavirus no fuera una lápida más para la gente del campamento. Se la jugó porque llegaran hasta sus polvorientas calles los vacunatorios móviles, se involucró en crear comedores y conseguir alimentos para las ollas comunes, y sufrió por el desaliento de las familias ante la falta de comida. "Me da mucha pena ver cómo mis vecinos corren tras una camioneta para que le entreguen su mercadería", decía y agregaba: "¿Por qué tenemos que cargar nosotros con la rabia, con el odio y la desesperación de los vecinos que no tocan sus cajas?".

La verdad es que María Medina llevaba muchos años cargando con la desesperanza de sus vecinos. En ambas entrevistas, abrió su corazón para contar cómo era su trabajo diario, cómo perseguía a las autoridades para que los y las ayudaran. Las mismas autoridades políticas que -denunciaba- aparecían solo para las campañas. Detestaba el uso político de la pobreza y, por lo mismo, contaba que había tomado -en conjunto con otros dirigentes- la decisión de no recibir a ninguno. Aunque reconocía la buena voluntad de algunos, era dura: "No queremos políticos arriba que nunca han sabido y se acuerdan ahora. Para las elecciones servimos, somos ciudadanos de Viña del Mar, pero para los beneficios no, porque somos ilegales", decía tajante.

El campamento Manuel Bustos existe desde 1994, pero María Medina llegó a vivir ahí el 2000 y a poco andar se hizo cargo del liderazgo del Comité Bellavista. Y con la aparición del estallido social, primero, y luego la crisis sanitaria, vio cómo los números se hacían carne. Así, sufrió en cuerpo y alma cifras como las compartidas por Techo, en cuanto a que las familias viviendo sin condiciones básicas en campamentos pasaron de 11.228 en 2019, a 23.843 en 2020 (un aumento del 112%). O los números entregados por el Banco Mundial, que mostraron que más de dos millones de personas pasaron de ser clase media a vivir en la pobreza en el mismo periodo. Nada de eso era solo estadísticas para María Medina. Era su razón de vivir.

"Viña es solamente el centro… Los cerros no existen", decía y detallaba la brutal realidad de su campamento: "El no tener agua, alumbrado público, calles como corresponden, donde pueda subir un vehículo de emergencia. Cuando una persona fallece las carrozas no suben, hay que bajar a la persona fallecida entre cuatro o cinco vecinos", contaba sin perder la alegría y una sonrisa que, pese a esa compleja realidad, mantenía en el rostro.

En todo caso, María Medina no luchaba sola. La acompañaban su marido e hijos, quienes la apoyaban en su pugna contra la pobreza y la marginación. Y pese a que sufría -como lo hacen muchas mujeres- por la maldita ambivalencia femenina, entre trabajar y liderar, y -por otro lado- no poder estar al cien por ciento con su familia, siempre se mantuvo al pie del cañón. Incluso cuando el cáncer llegó a su vida.

Fue destacada como mujer líder, tanto nacional como internacionalmente. Pero eso no significó que su sencillez se opacara. "Uno nunca busca aplausos, ni reconocimiento", advertía María Medina. Hoy que ya no está entre nosotros vale la pena recordar su gran calidad humana y la forma aguerrida, única, en la que defendía y luchaba por mejorar la calidad de vida de sus vecinos y vecinas. Hacia donde esté, vaya un aplauso más que merecido. 2

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