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POR SEGISMUNDO

RELO DE ARENA Mentirosos y las buenas personas

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Lalo Neal, o Neel, era un tipo discretamente simpático. Su apellido inglés le abría muchas puertas, pese a sus recursos muy limitados. Era, lo que se llamaba en el viejo Valparaíso, un Gringo Pobre, que terminaría sus días en la Squire House de Chorrillos, que albergaba a caballeros ingleses o descendientes venidos a menos, y luego sería sepultado en el Cementerio de Disidentes del porteño cerro Panteón. Al menos tenía donde caerse muerto. El Lalo llegaba discretamente después de las siete de la tarde al Neptun de la plaza Aníbal Pinto, o quizá al Bar Inglés o la Puerta del Sol. No tenía recorrido fijo, pero su rutina consistía en acercase a alguna mesa de conocidos que apagaban las tensiones de la Bolsa o de una larga jornada en la oficina jugando un cacho acompañado de una botella de vino tinto y, algunos días, de una pichanga con trocitos de pernil, queso, aceitunas y abundantes cortes de cebolla escabechada.

Lalo, atento, seguía las jugadas y cuando uno de los participantes al levantar el cacho mostraba los dados con cinco ases, celebraba con un ¡bien! aprobatorio. En la pausa tras un vencedor alguien le ofrecía una silla y otro, generoso, pedía una copa para servir vino al marginal contertulio.

El tipo nunca hacía un amago de pagar, pero en algún momento oportuno hacía acertados comentarios sobre la situación internacional, estamos en los años 40 del siglo pasado, y necesariamente llegaba a la Guerra del Chaco, donde él fue combatiente por el lado paraguayo. Lógico, los chilenos eran partidarios de los paraguayos. No era raro, además, que un chileno medio gringo participara en esa lucha. Era una guerra casi a la vuelta de la esquina a la cual se podía ir hasta en tren…

Nuestro personaje a veces cambiaba su relato y recordaba sus tiempos de agente de Investigaciones. Así se decía, agente, nada de detective.

Los relatos de Lalo tenían el mérito de la brevedad y eran entretenidos, pero todos los contertulios del Neptun, del Bar Inglés o de la Puerta del Sol sabían que posiblemente eran solo fantasías. Nadie tuvo jamás el mal gusto de derribar el mito.

Mitómano, en este caso un enfermo inofensivo, eso era este gringo venido a menos que llenaba sus días con un auditorio generoso, una copa de vino, solo una, y algún picoteo antes de volver a su casa oculta en un callejón escondido del cerro Alegre, lugar de residencia de sus antepasados posiblemente prósperos. Sus aventuras, reales o imaginarias, a nadie dañaban.

Respetable

Neville St. Clair es un respetable vecino de un suburbio del Londres victoriano. Ha desaparecido y su esposa está desesperada. Recurre a Sherlock Holmes, quien siguiendo diversas pistas y luego de sus notables deducciones llega a Bow Street, una comisaría donde es conocido y es atendido por un inspector que lo respeta por esos aciertos que tanto ayudan a la a veces desorientada policía.

Pide ver a los detenidos y llegan hasta la celda donde está recluido el conocido mendigo Boone, un pobre tipo sucio, inválido y con el rostro deforme.

El hombre duerme y Holmes, sin piedad, con una gran esponja le frota el rostro hasta que desaparecen las deformidades, el labio torcido y se produce el milagro.

¡Aparece el rostro del señor St. Clair!

Misterio resuelto. El respetable vecino hace algún tiempo, siendo reportero de un diario recibió la misión de investigar la realidad de la mendicidad en las calles Londres. Simula ser un mendigo más que se dedica a la venta callejera de fósforos, cerillas. Su aspecto maltrecho despierta la piedad de los transeúntes que compran sus fósforos, más por piedad que por necesidad. Hace bien el papel y agradece con murmullos.

St. Clair, al fin de su tarea de periodista, asombrado, descubre que como mendigo gana bastante más que en su trabajo formal. Toma la decisión de seguir con su rol mendicante y logra buenos ingresos que le permiten una vida holgada, hasta que su detención lo complica, pues para la familia aparece como desaparecido. Descubierto, afirma que "no se ha cometido crimen alguno y que, por tanto, mi detención es ilegal". Pero junto a esa afirmación desafiante viene el temor por la honra de la familia y la promesa de un nunca más a cambio de que no se iniciaran acciones legales que llevarían publicidad a la rentable suplantación.

Este caso de ficción que presenta Conan Doyle en uno de sus episodios sobre las pesquisas de Sherlock Holmes, se basa en una realidad que acompaña muchas veces a la mendicidad. El engaño, el abuso de las buenas personas que se conmueven antes situaciones de dolor, reales o fingidas.

El socio

Julián Pardo es un mediocre corredor de propiedades que, temeroso, rechaza un oscuro negocio que le propone Goldenberg, exitoso empresario que fuera su compañero de colegio.

Recurre a una excusa frecuente:

"¡Imposible! Necesito consultarlo con mi socio…".

El socio no existe, pero sirve de pretexto. Finalmente, Pardo, acosado por su mala situación, incursiona en el mundo bursátil especulando con acciones de un falso yacimiento de oro llamado, irónicamente, Adiós mi Plata.

En sus operaciones comerciales, que resultan acertadas, siempre dice que las inversiones las debe consultar con su socio, que cobra vida y prestigio.

Había que ponerle un nombre, Walter Davis. Mr. Davis es un inglés solitario que da buenos consejos. Todos en la bolsa quieren conocerlo, recibir sus consejos, pero siempre está de viaje, en Valparaíso, en Bolivia…

Pardo, finalmente, se ve superado por su personaje de ficción. Intenta eliminarlo, pero lo persigue. Las inversiones se derrumban, su hijito enfermo fallece. Decide suicidarse, pero el informe de autopsia deja en duda el suicidio. La trayectoria del proyectil y una segunda bala en la muralla. Además, aparece una carta amenazante. Conclusión, el homicida es el inexistente Davis y la policía busca al asesino que solo existió en la mente del agobiado Pardo.

El Socio, exitosa obra de Jenaro Prieto escrita en 1928 y traducida a varios idiomas, muestra cómo en nuestra mente podemos crear personas que al fin cobran vida y hasta se vuelven contra el mismo creador que, inútilmente, intenta eliminarlas.

Las buenas personas

Esas mismas buenas personas que favorecían al mendigo de Londres se emocionaron cuando supieron que un dirigente social padecía de un cáncer que podía ser terminal y no tenía cómo financiar el tratamiento salvador.

Colectas, rifas, "completadas" o lo que sea con el fin de lograr recursos para este líder que se nos puede ir para siempre.

Y no solo dinero, sino que votos para que participe en el proceso de formulación de una nueva Constitución que terminará con todas las inequidades como las que él conoce en carne propia. Y ya en la Convención Constitucional, alcanza un cargo relevante en la mesa.

El hombre, como aquel mendigo de ficción, hace bien su papel en la calle, quizá atacando al bronce que recuerda al general que ponía su pecho a las balas de verdad o luciendo en su torso desnudo consignas reivindicatorias. Además, imágenes de paciente conectado a esas costosas máquinas que lo pueden salvar.

Y a la fatal hora de la verdad se sabe todo. El hombre no tiene cáncer y no está al borde de la tumba. Desconcierto en la Convención. ¿Qué hacer con él? Las leyes, las mágicas leyes, no se habían puesto en el caso.

El presunto canceroso, como el mendigo de Londres, sostiene que no hay delito. En fin, nada nuevo bajo el sol.

Nada nuevo, desde el inofensivo gringo pobre de Valparaíso hasta el tipo que escala a la tribuna constitucional causando un daño difícil de reparar.

En fin, inevitablemente debemos aceptar la filosofía escéptica de Santos Discépolo, al pegajoso ritmo de Cambalache:

El que no llora no mama

y el que no afana es un gil.

Da lo mismo el que labura

noche y día como un buey,

que el que vive de los otros,

que el que mata, que el que

cura

o está fuera de la ley…