El sentido de una elección
Hoy, domingo 21 de noviembre, tendrá lugar la primera vuelta de la elección destinada a decidir quién será el próximo presidente de la República y, asimismo, quiénes sus parlamentarios. Sin embargo, lo que con más frecuencia se lee y se oye es la opinión de que en estos comicios el país, al votar, elegirá algo más que una persona. Elegirá, por ejemplo, entre un régimen de libertad y otro de cercenamiento de libertades; entre un régimen protector de los derechos humanos u otro, violador de los mismos; entre un régimen democrático u otro donde predominen los poderes de facto al interior de la vida social.
Estas versiones acerca de qué se juega en estas elecciones son sorprendentes, porque en ninguna parte está dicho que ellas tengan ese objetivo. Sin embargo, con machacona insistencia se sostiene una y otra vez que eso es así, hasta el punto de afirmar que el país "se jugará su destino" en la elección. Por supuesto que, en esta hipótesis, la posibilidad de triunfo de algún candidato, sobre todo presidencial, al cual se le identifique con una postura calificada como "extremista" puede llegar incluso a provocar una situación de pánico que sí puede afectar el futuro del país. Es lo que alguna manera estamos viviendo en estos días finales de la campaña electoral. A la espera del resultado, el país incluso tiende a detener su marcha.
La verdad es que esta manera de apreciar las elecciones es simplemente una locura. De hecho, un país se juega su destino en el trabajo cotidiano de sus miembros; en el cuidado de los hijos por sus padres y madres; en la enseñanza de los niños y jóvenes por sus maestros; en la sabiduría con que sus profesionales cumplen sus tareas: los médicos cuidando a sus enfermos; los ingenieros construyendo sus obras; los deportistas buscando cumplir con sus metas, etc. De ninguna manera ese destino puede quedar entregado a un resultado electoral, ni de hecho queda. Sería como ponerlo en una mesa de juego de azar. La conclusión: en tanto un país es un continuo histórico en el cual se van sucediendo las generaciones, ninguna de éstas puede aceptar que se entregue el destino del país puesto temporalmente en sus manos a un factor distinto al del trabajo y esfuerzo por sacarlo adelante y proyectarlo al futuro. Y menos aún, puede ella adoptar la decisión de poner ese destino a la suerte de un resultado electoral.
En las elecciones decidimos qué personas van a ejercer determinados cargos públicos, pero de ninguna manera los principios a los cuales ellos deben sujetar el ejercicio de sus cargos. De cara a la necesidad de designar un médico cirujano para que proceda a una determinada cirugía, podemos votar acerca de quien sea él, pero de ninguna manera acerca de los principios que deben regir el cumplimiento de su tarea. Estos vienen enseñados por la respectiva ciencia y a nosotros sólo nos queda conocerlos y aplicarlos. ¡Cuánto más cierta es esta afirmación en el campo de la política, del cual la medicina es una parte! ¿Podemos imaginar un programa de gobierno en el cual se afirme que los procedimientos médicos no deban sujetarse a lo que enseña la respectiva ciencia?
Es posible debatir acerca de cuáles son esos principios sobre la base de que ellos pueden ser conocidos, pero no inventados o modificados según el capricho de unas mayorías o de otras. Aceptar lo contrario es cerrar la puerta a la reflexión y al estudio como instancias necesarias para la adopción de las decisiones y dejar todo entregado, en definitiva, a la fuerza que se demuestre como la más poderosa.
En las elecciones, en definitiva, elegimos una persona u otra. No es entonces el país el que se juega su destino, sino cada uno de los candidatos. ¡Que ninguno de estos tenga pues la pretensión de identificar el destino del país con el suyo propio! Y que sepa quien triunfe que la legitimidad del ejercicio del poder que se le ha conferido no va a depender tanto de la sumisión a programas o modelos arbitrariamente diseñados, como de la prudente aplicación de los principios que deben regir el gobierno de las naciones. Volvemos a recordar en esta ocasión la vieja enseñanza de un maestro como San Isidoro de Sevilla en el siglo VII de nuestra era: "Rex eris si recte facies; si non facies, non eris" "Rey serás si obrares rectamente; si así no lo hicieres, no lo serás", breve sentencia que resume lo que ha sido la sabiduría política de nuestra civilización occidental.
No basta entonces una mayoría electoral para justificar decisiones gubernamentales. Por ejemplo, nadie puede prevalerse de un resultado eleccionario para poner en práctica una doctrina intrínsecamente perversa como la marxista, cuyas fatales consecuencias quedaron, allá donde fue practicada, plenamente a la vista. Tampoco esa mayoría puede invocarse como argumento para destruir la familia o para matar a niños ya concebidos y que aún no han nacido. O para impedir el ejercicio de la libertad responsable en el desarrollo de iniciativas que apunten a procurar y fortalecer el bien común; o prohibir la propiedad como instrumento de esa libertad.
La claridad en estos principios y la fortaleza para sostenerlos a cualquier evento son esenciales para la paz y la prosperidad sociales. Ellos no pueden por lo tanto ser objeto de ninguna transacción. Por eso, desde luego, queda prohibido, por la naturaleza de las cosas, proclamar que el país se juega su destino en estas elecciones.
Es en este espíritu que yo, al menos, concurro a participar en esta votación. Y en este espíritu proclamo mi voluntad de ser un obediente ciudadano de quien en esta ocasión sea elegido como Presidente de la República.
por Gonzalo ibáñez santa maría
centro valparaíso de debates