El hombre más triste del mundo
Algunos años después del fracaso de lectores y de crítica de "Moby Dick", Herman Melville publicó en una revista en forma anónima una historia corta sobre un hombre asediado por hábitos inexplicables y portador de una negativa amable pero inexpugnable a hacer cualquier cosa que escapara a su rutina.
Es difícil dimensionar la frustración que atravesaba a Melville en ese momento. Tras un comienzo exitoso gracias a sus relatos basados en sus viajes de juventud por los mares del sur, esperaba que la historia de la ballena blanca marcara un antes y un después en su carrera. Lo fue, pero para mal. Tanto que "Moby Dick" solo sería reconocida como la obra maestra que es años después de la muerte de su autor.
En ese complejo momento personal apareció en 1853 "Bartleby, el escribiente".
No tenemos más datos del escribiente de marras, salvo el aspecto triste y derrotado que el narrador, un abogado que lo acaba de contratar, parece observar en él. "Todavía puedo ver aquella figura, pálidamente pulcra, lastimosamente respetable, incorregiblemente desolada", nos resume.
Bartleby ha llegado a la oficina del narrador con el propósito de trabajar en la copia a mano de documentos legales, tarea que desempeña en silencio, oculto tras un biombo y ante una ventana que mira a una muralla blanca que con el tiempo dará nombre a un famoso barrio de Nueva York.
Todo parece ir bien hasta que su patrón le pide ayuda con un tema bastante trivial en la oficina. La respuesta del interpelado no tarda en llegar y junto con desatar una pesadilla en la vida del abogado, instala en la literatura una de las frases más memorables de las que haya registro: "Preferiría no hacerlo".
La construcción de la frase ha dado para tratados. No es propiamente una negativa, pero el pálido escribiente no se moverá un centímetro de ella. Es, en palabras del narrador, una "resistencia pasiva", de las más exasperantes que se puedan imaginar.
El relato de Melville sigue al jefe de Bartleby desde su estupor inicial hasta sus intentos por razonar con el inflexible empleado, para desembocar en una desesperada resignación que raya en la locura. Al parecer, nada en la tierra hará que el hombre acometa lo que preferiría no hacer. "Se quedó en mi oficina, como siempre, como una parte del mobiliario. Mejor dicho, se transformó -si eso fuese posible- todavía más que antes en un mueble", nos cuenta el narrador
"Bartleby" se extiende por menos de 80 páginas, dependiendo de la edición que se lea. Se trata de un texto muy conciso y en el que no sobra nada. Su escritura es aguda, llena de humor negro y sobre ella flota una tristeza que resulta difícil de olvidar. Melville recurre a diálogos cortos y circunscribe el grueso del relato a la oficina en la que esta inusual tragedia tiene lugar.
En un prólogo a "Bartleby" escrito en 1944, Jorge Luis Borges afirma que la obra de Melville "define ya un género que hacia 1919 reinventaría y profundizaría Franz Kafka: el de las fantasías de la conducta y del sentimiento o, como ahora malamente se dice, psicológicas".
En este texto, además, el escritor argentino no deja de hacer notar cierto parentesco entre la vengativa obsesión del capitán Ahab y la que padece Bartleby, de tipo más nihilista, y el hecho de que ambos se las arreglan para arrastrar consigo a sus compañeros, ya sea de viaje o "de oficina". No en vano, los colegas de Bartleby se descubren a sí mismos diciendo que "preferirían no hacer" tal o cual cosa.
La locura -o monomanía- de personajes como Bartleby no es un tema aislado en la obra de los grandes escritores estadounidenses del siglo XIX, que una y otra vez se ocuparon de situaciones similares a las del pobre Bartleby.
En 1835, Nathaniel Hawthorne publicó "Wakefield", la historia de un hombre que abandona a su familia para instalarse a corta distancia de ellos y observarlos a lo largo de los años. En 1887, Ambrose Bierce dio a la imprenta "El hombre que sale de la nariz", sobre un personaje asediado -y anclado a un lugar- por una terrible tragedia de la que se siente responsable. Y eso sin contar al maestro de los protagonistas malignamente obsesionados: Edgar Allan Poe. De modo que una suerte de sensibilidad hacia estos personajes dañados parece hermanar a escritores estadounidenses muy diferentes.
"Bartleby" agrega a ese largo repertorio una locura más cotidiana y que se ancla en uno de los íconos de la vida de las ciudades del mundo moderno: la oficina, con sus rutinas implacables y relaciones de poder. Dejando aparte su desconocida historia personal -de la cual solamente escuchamos algunas suposiciones-, el escribiente parece querer rebelarse de alguna manera contra ese mundo, tan hermanado en la obra con el de las prisiones. Tal vez en eso reside lo prekafkiano de esta obra, que anticipa la alienación de las personas atrapadas en burocracias incomprensibles para ellas.
El carácter pesadillesco del relato de Melville no pasaría inadvertido. Con ocasión de una reseña a una antología de cuentos de terror y sobrenaturales, Edmund Wilson, uno de los críticos literarios más importantes de Estados Unidos, desliza casi al pasar que el habría incluido en el volumen a "Bartleby", que "extrañamente recuerda a Gogol en su vena de lo sombrío grotesco, tanto como a 'Benito Cereno', un asunto más plausible pero aún de pesadilla".
Derrotado y en el olvido, Herman Melville murió en 1891. Había pasado los últimos 20 años de su vida trabajando como inspector de la Aduana de Nueva York. Nunca dejó de escribir y tampoco de fracasar. The New York Times le dedicó un obituario minúsculo en el que lo mencionaba como autor de "Mobie Dick". Tendrían que pasar varios años para que su obra fuera valorada.
Hoy la colosal sombra de "Moby Dick" planea por sobre la literatura, y cualquier novela con aspiración de grandeza es juzgada en parte por esa vara.
También lo hace, de manera más humilde, la figura inolvidable de ese hombre triste que se negaba a moverse de su escritorio y que, según su jefe, "parecía estar solo, absolutamente solo en el universo".