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POR SEGISMUNDO

RELOJ DE ARENA ¿Se acuerda del Bachillerato?

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Las tensiones de las pruebas de ingreso a la universidad nos han acompañado durante toda la vida. Primero, como titulares de aquel examen que acreditaba cierta capacidad para acceder a estudios superiores. Luego, por las mismas dudas sobre nuestros hijos y, recientemente, por los nietos. Todo esto más allá de consideraciones absolutamente subjetivas que no dudan de esa capacidad personal o de nuestra descendencia.

Nos sometimos al casi arqueológico Bachillerato, con aceptables resultados. Tenía la responsabilidad de ese examen desde 1842 la entonces naciente Universidad de Chile, que entregaba, según fuera el resultado, un grado académico inicial, precario, el de Bachiller.

Tras las entonces humanidades que culminaban en el sexto año, optábamos a esa prueba que tenía el mérito y a la vez es defecto de ser una relación entre personas, entre seres humanos. No se trataba de llenar formularios con unas rayitas a veces al azar.

En una prueba llamada pomposamente Filosofía, Compresión y Redacción, se nos leía un texto, sobre el cual se debía desarrollar, en un espacio determinado, manuscrita, una conclusión. Tal vez se esperaba un ensayo.

Había también exámenes con relación directa entre el estudiante y el examinador. Una relación compleja, intimidante y con calificaciones no siempre justas de esos encuentros presenciales. Así, logré el diploma de Bachiller en Humanidades con un certificado que presenta en su parte inferior una estampilla de cien pesos emitida por la Universidad, Cancelé el diploma, con otra estampilla y la firma quizás que algún rector hoy con nombre de calle. Nunca lo retiré y debe haber sido consumido por la humedad o por los roedores en alguna bodega de la Casa de Bello allá en la hoy maltratada Alameda.

El máximo de puntaje, casi tocar el cielo, era 35 puntos. Un siete en cada uno de los capítulos de la prueba. No existían los preuniversitarios, pero alguien creativo y metódico editó una especie de vademécum de cientos de páginas donde se podían repasar todas las materias de los últimos años de humanidades. Un recurso para algunos urgidos de última hora que se paseaban como ese "ayuda memoria" bajo el brazo como si el conocimiento pudiese entrar por osmosis en el cuerpo del estudiante agobiado. ¿Se acuerda usted de ese lindo diploma y de ese salvador librote?

Tres universidades

Aquí en Valparaíso, con el grado académico de Bachiller, podíamos optar a tres buenas universidades y, lógicamente, por las de Santiago o Concepción. Por esas tradicionales inequidades territoriales no existían en el país otras opciones de estudios superiores.

Por lo mismo, muchas familias del norte y sur del país mandaban a sus hijos a estudiar acá. Era más seguro que Santiago y para los chicos no dejaba de ser atractivo estar nada menos que al lado de Viña del Mar. Me dicen que esa corriente se mantiene, pero sin el aval de la seguridad.

Hicimos buenas y gratas relaciones interprovinciales. En esos tiempos no existían las regiones. Chile se dividía en 25 provincias, algunas remotas y olvidadas.

Y así teníamos por acá la Universidad Técnica Federico Santa María, con exigencias extremas de ingreso y tremendo prestigio. Su rector, entonces, era Francisco Cereceda, sería luego, con todo derecho, ministro de Educación. Vicerrector todo un personaje, de novela. Julio Hirschmann, un científico formado en Europa que ya en los años 50 del siglo pasado hablaba de la energía solar y realizaba experimentos en la clásica torre de la Universidad donde tenía un laboratorio. Algunos se reían de él y decían que allá arriba hacía huevos fritos con sus equipos. Precursor de una salvadora energía. Nacido en Bolivia de padre alemán, estudió en Europa y trabajó en Alemania y en la Unión Soviética. Perseguido por su origen judío, finalmente remató en Valparaíso, Chile.

Teníamos también la Universidad Católica, solo con su casa central, hoy con una "manito de gato" y con patente patrimonial. Rector, un sacerdote jesuita, el padre Jorge González, que recibía personalmente, de mano, a los flamantes alumnos. Destacaban sus escuelas de Ingeniería Química, de allí egreso la primera ingeniera de esa disciplina de Chile, Cecilia Barra, fue noticia; Arquitectura, innovadora, y Derecho, entonces Escuela de Derecho de los Sagrados Corazones, bastante chascona, con "movilizaciones" de alcance nacional que rematarían en la Reforma Universitaria.

La Universidad de Chile tenía también su sede porteña con una prestigiosa Escuela de Derecho, un hermoso edificio, dirigida por Vitorio Pescio, jurisconsulto reconocido especializado en Derecho Civil, con destacados discípulos, entre ellos nuestro amigo René Moreno.

El viejo Bachillerato, como todas las instituciones nacionales, siempre fue objeto de críticas por fallas pedagógicas en la prueba misma y por la discrecionalidad en que podían caer algunos en exámenes de "persona a persona".

Cruel transparencia

Así pasamos a la PAA, Prueba de Aptitud Académica, que cambiaba totalmente la orientación de la calificación. No la controlaba la Universidad de Chile y no otorgaba grado. Intentaba, objetivamente, medir capacidad académica mediante pruebas con opciones que eliminaban la relación estudiante examinador mediante un formulario. La oferta universitaria se había ampliado y dominaba la palabra transparencia. Así, los resultados que nosotros conocimos mediante unos papeles pegados en pizarrones del Liceo Dos de Niñas de Valparaíso, ahora, masivamente, se publicaban en suplementos completos en los diarios. Cruel transparencia, pues los estudiantes eran sometidos al escarnio público. Cada puntaje logrado se publicaba con nombre y apellido. Un terrible Boletín Comercial que exhibía las fortalezas y debilidades de adolescentes. Buen material para comentarios de los eternos peladores (as):

-Ese niño salió al padre, ¡un zángano! Lo mantiene la mujer.

-Esa niñita siempre fue inteligente y estudiosa…pero tan fea la pobrecita, no le quedaba otra.

Con buen criterio se suprimieron las infamantes listas con nombres y solo se publicaba el RUT.

Tras nuevas críticas pasamos a la PSU, Prueba de Selección Universitaria, también abatida por muchos especialistas para llegar a la PDT, Prueba de Transición de Acceso a la Universidad. Y como era transitoria caemos este año a la PAES, Prueba de Acceso a la Educación Superior, que fue rendida por unos 275 mil egresados de la enseñanza media.

Como siempre, buenos ejemplos de esfuerzo. Estudiantes de familias muy pobres o personas de la tercera edad que se someten a la prueba con buenos resultados para ingresar a alguna universidad.

Claro que como siempre el tema de la educación superior da para mucho. Universidades de todos los calibres, ilusiones que se esfuman, el eterno problema económico y las deudas del CAE, Crédito con Aval del Estado, una sigla más, casi una condena a presidio perpetuo que es objeto de eternas promesas de campaña.

Pero bueno, aquí hemos estado, como siguiendo a Qatar, a la espera de los resultados de la PAES del nieto, prueba que sin duda no será eterna, pues, afirman los expertos, está llena de injusticias.

No es novedad, venimos escuchando lo mismo desde los tiempos del viejo Bachillerato con su modesta pero inalcanzable meta de solo 35 puntos.