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POR SEGISMUNDO

RELOJ DE ARENA

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Pertenezco al amplio grupo de viudos del ferrocarril. Añoramos los tiempos ferroviarios, los trenes y sus recorridos desaparecidos y vemos, con asombro, los lentos intentos para rescatar un sistema de transporte que se acerca a los 200 años de existencia.

Con asombro leemos las dificultades que afronta la extensión del metro regional hasta La Calera.

El Consejo de Monumentos Nacionales al momento de la evaluación ambiental expresa su inquietud por la protección arqueológica que exigen las obras de extensión de la vía. Es importante para el proceso ver qué hay bajo tierra y para eso hay que hacer unos mil pozos de prospección en 45 sectores que albergarían restos de quizás qué civilizaciones originarias.

Ya se han hecho 355 pozos. Aparecen indicios valiosos y hay que hacer más. El gasto debe ser importante. Nadie anda por ahí haciendo pozos gratis.

La demanda, por otro lado, demuestra que esas excavaciones pueden llegar a ser una actividad rentable. Es de esperar que con esos hoyitos no se encuentre ningún vestigio importante que siga retrasando las obras tras las cuales hay anuncios y expectativas.

La materia arqueológica pena por todos lados. En la rotonda, la dichosa rotonda, de Concón y en el Instituto de Neurociencia de la Universidad de Valparaíso, Barrio Puerto.

Pero volviendo a nuestra nostalgia compartida por muchos, incluyendo los fans de los trenes eléctricos de juguete, no nos explicamos cómo se pudo construir la vía ferroviaria entre Valparaíso y Santiago, inaugurada en 1863.

¿Cuántos pozos hicieron Wheelwright y Meiggs? Es muy posible que no hayan hecho ninguno y siguieran adelante no más.

Trenes y democracia

Lo asombroso de todo esto es que dentro de la vieja ruta de 187 kilómetros está precisamente el complicado tramo de unos veintitantos entre Limache y La Calera. Por ese tramo y hasta y desde la capital han viajado generaciones.

Si dejamos de lado, irreverentes, las inquietudes arqueológicas y miramos el lado sociológico del ferrocarril, de los trenes, vemos que constituyen un paso fundamental en la derrota de las distancias, en este país de extensa y loca geografía.

En algún momento, tal vez primera mitad del siglo pasado, los trenes circulaban desde Pisagua hasta Chiloé. Claro que, con ramales y rutas fragmentadas, pero eran la columna vertebral que estructuraba al país.

Tienen los trenes un precursor sentido democrático. Todos los viajeros, los de primera, segunda o tercera clase, llegaban al punto de destino a la misma hora. Y si había retraso, todos llegaban tarde y enojados.

De mis recuerdos adolescentes revivo mi primer viaje al sur. Un tren nocturno, arrastrado por una impresionante locomotora a vapor Mikado. Decenas de carros y cientos de personas en plan de vacaciones en un largo convoy, un trasatlántico terrestre con dormitorios, coche salón, comedor y hasta un carro adaptado para cine. Detención en Chillán, cinco de la madrugada. Larga pausa en que se ofrecía a los viajeros en la estación café "con malicia", esto es un chorrito de aguardiente precisamente de Chillán. Largo sueño, nada de cómodo, pero con el gran premio de ver en primer plano, durante largo rato, la aurora con el sol saliendo perezoso tras la cordillera. Luego el Viaducto del Malleco. Historia pura, de acero. Horas después, casi a las tres de la tarde, la maravilla del Lago Llanquihue con el volcán Osorno cargado de nieve, incluso en verano.

Y, finalmente, Puerto Montt. "Sentado frente al mar…", pero esa es otra historia maltratada por una abominable escultura. En total 1.080 kilómetros de variado paisaje.

Años después otra aventura ferroviaria un fin de semana cualquiera. Un grupo juvenil en excursión a La Ligua y Cabildo. Ellas, escogiendo tejidos en interminable recorrido por Valle Hermoso. El cierre del paseo era Papudo, estupendos congrios fritos con vista al mar.

La vuelta tenía dos posibilidades. Sol del Pacífico, buses que ya cubrían a desafiante velocidad toda la región, o el tren. Ramal hasta La Calera, combinación con el expreso que venía de Santiago hasta Viña del Mar o Valparaíso.

El último tren

Preferimos el tren. Más emocionante y romántico. Demasiado romántico pues nos embarcan en un coche dormitorio. Una especie de trampa que daba para toda clase de comentarios. Buenos, nosotros vamos ahí no más sin malas intenciones. Viaje corto. El coche es bonito y bien tenido. Sale el tren y a metros de recorrido atronadoras explosiones. Ellas en pánico. Nosotros intentamos serenidad. El viaje sigue. Cuando pasa el conductor con un clásico alicatito cortando los boletos preguntamos. Los estallidos eran petardos colocados en la vía, antiguo sistema ferroviario de advertencia ante situaciones de peligro. Ahora se pusieron a modo de tal vez de protesta o de réquiem pues con la partida de nuestro tren se daba por cerrado el viejo ramal del Longitudinal Norte, trocha angosta, que partía en Petorca y remataba en el balneario de Papudo. Viajamos en el último tren, título para una película o una canción. El coche dormitorio, sin suspicacias, se explicaba por la falta de carros de pasajeros en la moribunda red ferroviaria norte, 1.889 kilómetros que conectaban en un lento recorrido de casi tres días La Calera con Iquique.

Y ahí aparece "El empampado Riquelme", una novela de Francisco Mouat basada en hechos reales. En enero de 1956 se embarcó en La Calera en el "Longino", Longitudinal Norte, Julio Riquelme, con destino a Iquique. Nunca llegó ante el dolor y asombro de sus familiares. En enero de 1999, en medio del desierto, apareció su cadáver. Intacto, bien vestido y con sus documentos y dinero. ¿Qué había pasado? La tesis es que tal lo hacían muchos viajeros ante la reducida velocidad del tren, Riquelme, para estirar las piernas, se bajó y comenzó a caminar junto al convoy. De pronto, sin aviso, el tren tomó velocidad y allí, solitario, abandonado, quizás al atardecer, quedó el pobre Riquelme.

No fue necesario hacer ningún pozo para encontrar sus restos.


El "empampado Riquelme"