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LA PELOTA NO SE MANCHA El rico veneno

POR WINSTON POR WINSTON
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El día del padre es una bonita oportunidad para recordar ese fútbol que vivieron nuestros progenitores, aquellos que crecieron "con el siglo, con tranvía y vino tinto", como cantaba Piero. Reflexiono sobre esto a raíz de una carta de un lector octogenario que se define como un admirador de Winston y que se ha dado el tiempo para describir ese fútbol de antaño.

Mi amigo parte por dar cuenta del uso de otro lenguaje. Los arqueros eran los goal keeper, a ellos se sumaban los backs (left and right), backs centers, half back, insiders, midfielders, left y right wings y centro forwards, todos ellos controlados por un referee, muchas veces británicos y, cuando se podía, un par de lineman.

Eran los referee los que ponían la pelota en el suelo antes de iniciar cada encuentro, pero era una muy diferente a los balones que vemos hoy, perfectamente redondos, sin costuras ni defectos que parecen tomar cursos impredecibles como las pelotas gigantes de colores que vuelan por la playa. En sus tiempos, dice este lector, los balones eran de cuero y los cascos cosidos a mano por un artesano. La lluvia causaba estragos en ellos y las transformaba en pelotas medicinales que nadie quería cabecear, ya que podían dejar inconsciente hasta al más duro. Los arqueros también las sufrían, muchas veces sin guantes, se pulverizaban las falanges tratando de frenar la inercia. A mano pelada, pero a rodillas cubiertas. Era común la tierra en la zona de los arcos y había que ser masoquistas para aceptar terminar el encuentro con las rodillas llenas de sangre y tierra.

Las rodilleras no eran las únicas protecciones, los jugadores también ocupaban un calzoncillo especial cuyos elásticos se asomaban entre los shorts y las camisetas. Y, claro, nadie quería sufrir una "vasectomía a la fuerza" producto de un pelotazo, menos por una patada, con esos zapatos de cuero negro y estoperoles gruesos.

Eran tiempos para tipos rudos, muy lejos de esos conejitos saltarines que vemos en la actualidad y que se retuercen en el suelo después del más leve roce. Es más, hay que recordar que durante los 90 minutos no había cambios, sin importar la gravedad de las lesiones, jugaban los que había iniciado. De hecho, mi estimado lector agregó una anécdota que presenció en primera persona y que no puedo imaginármela, sino en blanco y negro:

"En un partido de Santiago Wanderers, lesionaron en una de sus manos al arquero René Quitral. No podía seguir atajando, pero era preferible que ocupara otro puesto, antes que quedar con uno menos. Cambió camiseta con uno de sus compañeros y mientras éste se lucía deteniendo la pesada pelota, Quitral logró marcar para los del puerto, provocando la algarabía de la gente".

Era el mismo público que llegaba al estadio de Playa Ancha al mediodía como quien va a misa, siendo parte de otro ritual sagrado que se repetía semana por medio. La espera se mataba a punta de sándwich, jugos, frutas y huevos duros que se preparaban el sábado por la noche. Quienes no habían alcanzado a armar su cocaví, salvaban el estómago gracias a los vendedores que circulaban por las gradas con pesados canastos de mimbre ofreciendo a grito pelado: "Malta, Bilz y Pilsen". Otro tentaba a la galucha con sus "pan de huevo" y el más esperado, el que vendía "el rico veneno... con moscas y lombrices" que, en realidad, era un turrón que ponía a prueba hasta las mejores dentaduras.

Todo eso ocurría entre las 12:00 y las 13:00 horas cuando comenzaba el partido de las reservas, duelo que calentaba los ánimos antes de los titulares que se iniciaba a las 15:30. Cuando la tribuna no daba abasto, había que recurrir a las sillas que se instalaban en la pista de cenizas: a nadie se le ocurría que uno de esos espectadores podía meterse a la cancha, menos aún agredir a un jugador.

Y no es que haya habido menos pasión, por el contrario, muchos jugaban por amor a la camiseta. No esperaban que les fuera bien para emigrar a otros equipos o ser famosos. Lo mismo que los hinchas, no era necesario odiar y querer acabar con el otro para demostrar la lealtad por su equipo, solo que entendían que se trataba de un deporte, no una guerra.

Hoy la violencia, la sofisticación del lenguaje, el capitalismo salvaje, el fútbol como espectáculo, parecieran devorar a ese viejo fútbol que agoniza y que se preserva a través de estos relatos que se transmiten de padres y abuelos a hijos y nietos.

Muchas gracias, querido Julio, por recordarlo.