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LA TRIBUNA DEL LECTOR

POR MARÍA GABRIELA HUIDOBRO, DECANA FACULTAD DE EDUCACIÓN Y CIENCIAS SOCIALES, UNAB
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Ha pasado un siglo desde que Gabriela Mistral visitó la escuela Francisco Madero, en Morelos, México, y quedó asombrada. No iba con grandes expectativas. La escuela se encontraba en La Bolsa, un sector marcado por la pobreza y vulnerabilidad. Podría haber representado la fragilidad del sistema educativo y de la inestabilidad política de entonces, pero su director, Arturo Oropeza, había logrado un milagro.

Oropeza había asumido una escuela que, al principio, cumplía con los planes educativos tradicionales, pero quizás inspirado por el movimiento de la Escuela Nueva y el modelo tolstoiano, pidió apoyo a las autoridades locales para ocupar los terrenos baldíos aledaños a su establecimiento y plantar un huerto con sus alumnos. Los primeros intentos fueron un fracaso: no sabían de botánica ni de agricultura. Pero aprendieron, incorporando esas materias en sus clases de ciencia, y obtuvieron los primeros frutos. El siguiente paso consistió en vender las hortalizas en el mercado. Al principio, el negocio falló. Era difícil competir con vendedores experimentados, pero eso los llevó a aprender economía: organizaron una cooperativa y asumieron distintos roles para un mismo propósito.

El éxito permitió a los alumnos y sus familias obtener ingresos, que invirtieron en bienes como ropa y zapatos. El caso no pasó desapercibido. Cada vez fueron llegando más interesados en matricular a sus hijos y el caso llegó a oídos de benefactores extranjeros que les donaron una imprenta. Oropeza y sus alumnos pudieron publicar un periódico, donde relataban sus aprendizajes e incluían ensayos literarios. Luego vendían la publicación entre los vecinos. Desarrollaron habilidades comunicativas y lingüísticas, y se vincularon con la comunidad, que valoró este esfuerzo y se motivó por llevar a sus hijos a la escuela.

Gabriela Mistral dejó por escrito sus impresiones. Su reflexión parte con una crítica al sistema: a esa manía por "pasar materias" que no hacen sentido a los estudiantes y no siempre aportan a su futuro, porque no están pensadas para responder a las necesidades de cada contexto personal, familiar o social. Es lo que Oropeza dejó atrás. La precariedad de la escuela y la adversidad del contexto no podían ser excusa, sino una oportunidad:

"Suelo decir al maestro Oropeza que hay que felicitarse de la miseria inicial de su colegio, de sus salas desnudas. Porque todo eso lo ha hecho sacar a sus alumnos al parque y cambiar el aula techada por esta aula de Dios, que es su cielo mexicano, siempre azul, bajo el cual la lección es más verdad y más belleza, donde la ausencia de la clásica tarima hace al maestro más sencillo y espontáneo y la proximidad de la tierra le da vergüenza de gastar diez horas enseñando análisis gramatical".

Oropeza no estaba preparando estudiantes que acabarían frustrados por un sistema que no había pensado en ellos; estaba formando personas que sabrían valorar su entorno y sacar provecho de las oportunidades que le presente la vida:

"¿Qué serán estos niños en diez años más? No serán aspirantes a bachilleres, postulantes eternos a empleos, que llenen pasillos de Ministerios, pidiendo con un montón de recomendaciones el puestecito fiscal más mezquinamente remunerado, con tal de ser miseria dorada, pobreza decente. Ni serán tampoco hombres unilaterales, sin la visión de unidad de la vida que caracteriza a los intelectuales; ni pesimistas que se han hinchado de odio y de desaliento por su pequeño fracaso, del cual no tienen la culpa sino sus manos torpes y su mente amodorrada. Serán eso que es para mí lo más grande en medio de las actividades humanas: los hombres de la tierra, sensatos, sobrios y serenos, por el contacto con aquella que es la perenne verdad".

Ha pasado un siglo, pero la experiencia de Oropeza y las reflexiones de Mistral valen para el presente. Educar con sentido, formar en contextos situados, sin excusas y con amor, son mensajes que no pueden perder vigencia y que parecen cobrar cada vez mayor necesidad y urgencia.


A un siglo de Gabriela Mistral y la Escuela Granja