APUNTES DESDE LA CABAÑA El inmenso placer de escribir
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
Cada vez me encuentro con más personas que me cuentan que escriben -o bien planean escribir- en sentido literario. Están escribiendo novelas o cuentos, o memorias de su vida o la de sus antepasados. Son personas a las que emociona lo que hacen y que se apasionan por un proyecto que les revela que también son escritores. Crear y evocar les resulta placentero y estimulante, las realiza y dota de una misión nueva en la vida, las contagia de un élan que les permite descubrir en su interior un talento insospechado.
No se trata sólo de que las alegra descubrir nuevas capacidades propias, o que les fascina disfrutar la soledad (muy solitario es el oficio de escribir) sino también de que las satisface poder hacer algo contra un mundo fugaz y líquido, donde casi nada alcanza cierta permanencia. Ars longa, vita brevis, decía Hipócrates. Escribir, en cambio, intenta detener y fijar lo que consideramos valioso, trata de brindarle tiempo y de ordenar el mundo a nuestro aire para después introducir el mensaje escrito en una botella que se lanza al mar. Es lo contrario de lo fugaz que todo lo hurta y corroe.
Hace mucho que pienso que, alcanzada cierta madurez, cada ciudadano debería estar obligado a dejar a sus descendientes unas diez o quince páginas sobre lo que vivió, gozó y sufrió en la vida, sobre sus sueños, triunfos y fracasos, sobre los amores y desamores que lo acompañaron, sobre sus ilusiones y decepciones, los seres admirables que conoció y los amigos que perdió, sobre sus aciertos y errores. Sí, cada uno debería dejar un legado íntimo y honesto sobre lo que ha sido su existencia, documento que podrá leerse cuando uno ya haya partido para siempre. ¡Cómo agradecería uno contar con testimonios semejantes de lis abuelos o tatarabuelos.
Soy un convencido de que la vida -como dice el protagonista de mi última novela- es una sucesión de de conversaciones interrumpidas o no iniciadas, y que por ello hay que dejar atrás un epitafio íntimo y franco. Es triste comprobar cuántas conversaciones dejamos pendientes con los seres que quisimos y ya partieron. Somos un collar de ausencias y partidas, de adioses en puentes, estaciones de trenes y aeropuertos que tarde constatamos jamás volverían.
Los que escriben -y no me refiero sólo a los profesionales- escriben ficciones por la misma razón por la cual las leen: porque, al igual que madame Bovary, están insatisfechos con la vida que llevan o porque creen que la vida debería ser más seductora que la propia, sostiene Mario Vargas Llosa. Y la verdad es que nuestro cuerpo, prodigio de la evolución humana, es al mismo tiempo nuestra cárcel. Estamos condenados a experimentar la existencia desde dentro de sus fronteras como el presidiario que contempla el mundo por los barrotes de la ventanilla de su celda. La novela, el cuento, la poesía y, en general, el arte derriban esos muros y nos permiten contemplar el mundo desde perspectivas y sensibilidades diversas. En una novela podemos ser un pintor o un gángster, un navegante o un caballero andante, un hombre o una mujer, un niño o un anciano, un mercenario o un sacerdote, o todos a la vez. La ficción nos permite trascender nuestra materialidad corporal.
Los que escriben sus memorias o las de antepasados me recuerdan las de Gabriel García Márquez, tituladas : Vivir para contarla. Su epígrafe es iluminador: "La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla". Allí es precisamente donde se entreveran la fantasía del novelista con la memoria siempre alterada del memorialista. Es evidente que existen puentes entre la trama novelesca y la memoria imprecisa, y por ello es complejo establecer una memoria nacional oficial. Cada uno recuerda y narra ese recuerdo como lo almacenó en la memoria. Por eso escritores y memorialistas no tardan en colisionar con intentos del estado por imponer una historia oficial.
En fin, que tantos sigan leyendo y/o escribiendo ficciones y memorias enriquece el espesor cultural y la memoria de un país, ámbitos que no se circunscriben a la versión de escritores y memorialistas profesionales. Por el contrario, aquellas obras -en su mayoría ocultas y a veces olvidadas en una gaveta- también contribuyen a la larga al pluralismo cultural de una democracia, a diversificar su indomeñable memoria y a superar la brecha entre generaciones que se amplía por doquier.