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APUNTES DESDE LA CABAÑA El último recinto de nuestras vidas

POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
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Se muere, por lo menos, dos veces. La primera, cuando nuestro cuerpo deja de funcionar; la segunda cuando fallece el último ser que te recuerda, cuando ya no eres la evocación de nadie. Tal vez algo semejante ocurre con el amor. Muere definitivamente cuando fallece la última persona que lo vivió y puede recordarlo. Cada vez que recuerdas en silencio o hablas con amigos sobre los seres idos es una forma de resucitarlo o, mejor dicho, prueba de que sigue existiendo. De allí el poderío simbólico de las flores frescas junto a las tumbas.

-Ya no existe nadie de mi generación, todos han muerto -me dijo un día consternado mi padre, cercano entonces a los noventa, al volver de un lento paseo por Valparaíso (cuando se podía transitar seguro por la ciudad).

Como uno de los tantos porteños "de toda la vida" que terminó viviendo en Viña del Mar o en el interior, pues el puerto se deterioraba a un ritmo atroz y muchos emigraron a la ex Ciudad Jardín, desde podían contemplar al menos de lejos su ciudad natal, o bien a Limache, que les permitía regresar a la ciudad del viento en un cómodo y silencioso automotor (cuando cívicamente éramos parte del Primer Mundo), mi padre había recorrido el sector bancario con la esperanza de encontrar a algún viejo colega del mundo naviero, pero su decepción fue devastadora. Comprendió entonces que la soledad también puede latir en la muchedumbre impaciente y desconfiada de la ciudad anónima y que sentirse acompañado va de la mano con la presencia de quienes vivieron lo mismo que uno.

-Ya no circula ningún rostro conocido -insistió mi padre-. Murieron todos aquellos con quienes frecuenté por decenios los buques, las navieras, el puerto, los buenos restaurantes y bares porteños. Se marcharon para siempre. No queda ninguno en alguna oficina del Valparaíso que conocí, y del cual soy el último mohicano. Llegó también mi hora de partir.

En el Estados Unidos profundo y la Suecia rural vi por primera vez las subastas que se organizan, tras el fallecimiento del viudo o la viuda, en la casa que queda vacía. Después que los descendientes han escogido los objetos que conservarán, la vivienda se abre al público -cada mueble, adorno o libro con su respectivo precio- para quienes deseen adquirirlos. Lo que no se vende, al final se remata. Todo transcurre en un ambiente tranquilo y respetuoso, la gente recorre cuartos hasta hace poco íntimos e inaccesibles, y uno se siente intruso y teme que le ocurra algo parecido tras su propia partida.

Con mi esposa compramos en alguna ocasión libros o una figura, una vez una mecedora, en fin, amorosas huellas de ese proyecto eterno que es construir el hogar. No olvido el sosiego, la unción y el silencio con que la gente visitaba las habitaciones contemplando los objetos. Nadie vigila. No conciben que alguien pueda robar a un muerto o a sus deudos.

A veces hallé cartas -de amigos o familiares- escritas con esmerada caligrafía, atesoradas en el sobre original, levemente perfumadas, o bien postales de viajeros que enviaban saludos, o tarjetas de Navidad y Año Nuevo, documentos generosos en frases afectuosas, recuerdos, promesas y deseos de salud y prosperidad. Sin embargo, lo que hasta hoy más me impresiona y nutre mi fantasía son las cajas que hallo en las tiendas de antigüedades con viejas fotografías en sepia de personas posando ante la cámara. Aparecen sin identificación, no la necesitan, pues el destinatario las conoce, de modo que basta la vestimenta, la postura y la mirada -para uno indescifrable- que atraviesa los tiempos hasta llegar al presente, un par de ojos dirigidos a alguien que seguramente ya también falleció.

En esos instantes me pongo a especular sobre las infinitas posibilidades de esas existencias y me queda clara la pasmosa soledad e incomunicación que termina por imponer el tiempo. Son fotos y cartas desechadas, pues ya no concitan el recuerdo de nadie, la prueba de la segunda, definitiva y segura muerte que espera a cada uno.

-Estas subastas permitían que muchos bienes volvieran a circular en la comunidad -me explicó un literato de aire bergmaniano en Estocolmo-. Fueron importantes cuando éramos un país pobre, y se convirtió en una tradición apreciada.

Hay algo de verdad en todo ello. Así sigue latiendo hoy el espíritu de una época y de una comunidad extinta, y la gente aprende a apreciar lo que otros, mucho antes, amaron, y que somos seres transitorios, fugaces, condenados al olvido. En Berlín y Madrid he pasado horas en anticuarios examinando cartas, postales y fotos, testimonios de vidas, amistad, aliento, tristeza, gratitud, amor. Leyendo aquello uno constata -como cuando recorre las ruinas de Pompeya o la Emérita Augusta- que decenios, siglos o milenios después los seres humanos seguimos sintiendo en el fondo lo mismo.

No hay duda: Ciertas tiendas de antigüedades son el último reducto de memorias que se niegan a disiparse, retazos del mundo de ayer, resplandores finales de aquellas almas idas que con tanto ahínco buscó mi padre en el crepúsculo de su existencia.