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Gorilas con navaja

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El general Prats advertía a quienes pedían la intervención de las Fuerzas Armadas que una dictadura iba a ser implacablemente represiva: "A la semana siguiente a los aplausos al dictador, los políticos de los bandos más encontrados estarían unidos gritándoles: ¡Gorilas!".

El periodista y escritor Luis Urrutia O'Nell (Chomsky) en su libro "Colo Colo 1973", publicado hace algunos años, planteó la tesis de que el éxito deportivo de este equipo, que llegó a la final de la Copa Libertadores, retrasó el Golpe de Estado, ocurrido el 11 de septiembre de 1973. El conjunto que lideraba Carlos Caszely era una de las pocas cosas que unía a los chilenos en esos años y por esta razón los militares habrían postergado el golpe.

La familia de Eduardo Frei, desde hace varias décadas, ha sostenido que el expresidente, en su condición de máximo opositor a la dictadura, fue asesinado mientras se realizaba un procedimiento médico. Debajo de la negligencia médica, se escondería, en realidad, uno de los magnicidios más importantes de nuestra historia.

Algo similar habría ocurrido con Pablo Neruda. 12 días después del Golpe, Neftalí Reyes fue llevado a una clínica donde, según su sobrino, se le habría inyectado "un arma biológica", lo que habría provocado su muerte y no, como se estableció en su certificado de defunción, por el cáncer de próstata que lo aquejaba.

Las teorías del complot siempre resultan más atractivas que la realidad. Imaginar a los cuatro miembros de la junta, en un sótano lleno de humo, mirando un partido en blanco y negro esperando la pronta eliminación de Colo Colo para ejecutar el golpe o a Pinochet dando la orden desde un teléfono rojo para que una enfermera se infiltrara en la clínica a la que iba a llegar el poeta para inyectar un veneno y, luego, presionando a un grupo de médicos para acabar con uno de sus principales opositores, da para pensar en reevaluar la forma como operó la dictadura, e imaginarla como una trama digna de una película de Netflix.

La realidad, en cambio, pareciera ser distinta. No es que los militares hayan sido unas blancas palomas incapaces moralmente de ejecutar estos actos, pero sí intelectualmente. A partir de la información que existe, su proceder, la mayoría de las veces, estuvo muy lejos de la sofisticación que les gusta imaginar a los familiares de Frei, Neruda o al mismo Chomsky.

Los antecedentes que tenemos, en cambio, nos muestran a soldados actuando de manera brutal. El cadáver del cantautor Víctor Jara da cuenta de ello. Un crimen tan cruel como innecesario pareciera estar en las antípodas de una fuerza que operaba, a los pocos días del golpe, filtrándose en clínicas para acabar con sus opositores con armas químicas.

Quizás el caso más emblemático de esta brutalidad sea la bomba puesta al automóvil del embajador Orlando Leterier en Washington y que además de acabar con su vida, lo hizo con su ayudante, la ciudadana estadounidense Ronni Moffitt. Ya antes habían hecho algo similar con el general Carlos Prats en Buenos Aires.

Hasta el atentado a las Torres Gemelas el 2001, nadie había tenido la osadía, por no decir la torpeza, de ejecutar un acto de terrorismo de esa magnitud en la mismísima capital de los Estados Unidos y atentar además contra una ciudadana de esa nación.

De vuelta al presente, hace uno días se cumplieron los 50 años de la renuncia del general Carlos Prats al gabinete del presidente Salvador Allende. Con el fin de evitar un golpe de Estado, Prats creyó que, participando del gobierno, esta amenaza se podía disipar. Y, en 1972, advertía a quienes pedían la intervención de las Fuerzas Armadas que una dictadura iba a ser implacablemente represiva: "A la semana siguiente a los aplausos al dictador, los políticos de los bandos más encontrados estarían unidos gritándoles: ¡Gorilas!"

Los hechos posteriores al 11 de septiembre de 1973 le dieron la razón. El actuar de los militares estuvo muy lejos de esa sofisticación que algunos, por distintas razones, políticas, económicas o deportivas, quieren atribuirle. 2

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Si no me acuerdo, no pasó

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El Estado de Chile fue muy serio en el trabajo para establecer oficialmente la verdad de la dictadura. Y aquello, en un país que se precie de humano y civilizado, debiera ser suficiente para dejar de debatir lo que ya sucedió y olvidar las cancelaciones mutuas, a 50 años de los hechos".

Esta semana, mientras las lluvias azotaban el sur y muchos compatriotas perdían todo, la Cámara de Diputados se dedicaba a debatir respecto del proyecto de acuerdo del 22 de agosto de 1973, en que el Partido Nacional y la Democracia Cristiana manifestaron que el gobierno de Salvador Allende estaba cometiendo actos inconstitucionales.

50 años más tarde, mientras se producía ese Déjà vu, en La Moneda un equipo sigue trabajando -liderados por Manuel Guerrero, sociólogo e hijo de una de las víctimas del caso Degollados- para generar una conmemoración del 11 de septiembre que esté a la altura de las circunstancias: estamos a medio siglo del momento en que se quebró la democracia, en que los chilenos nos convertimos en caníbales políticos y en el que una parte del país entendió que estaba bien torturar, desaparecer y asesinar a otros, escondiendo para siempre sus cuerpos, porque no eran compatriotas y ni siquiera seres humanos que merecieran, al menos, un funeral digno.

En paralelo, los recuerdos han ido surgiendo naturalmente, sin liderazgo político, pero sí intelectual, sobre todo desde la literatura y las editoriales, donde distintos historiadores, periodistas, analistas políticos y por cierto víctimas y sus familias, se han dedicado a levantar el tema, analizarlo desde diversas áreas e ideologías, pero todos confluyendo en un propósito común: sentar las bases para evitar que se repita un quiebre democrático en el país.

Alguna parte de esos textos miran lo que sucedió con otros ojos. Se trata de personas que no vivieron el golpe o que nacimos ya en dictadura. Incluso varios que llegaron a este mundo cuando ya estábamos en democracia. Y, sin embargo, si en algo hay coincidencia es en tratar de plasmar la memoria, con los recuerdos propios o de otros y otras, para que las nuevas generaciones sepan, entiendan y recuerden. Y del lado político que sea (sugiero leer por cierto el libro de Daniel Mansuy, a quien nadie podría tildar de izquierda, respecto del gobierno de Allende).

Pero en el metaverso parlamentario, en ese edificio poco porteño en el que nunca se sabe si es de día o de noche, el Partido Comunista decidió proponer un proyecto para que la Cámara de Diputados actual rechazara el acuerdo de agosto del '73, argumentando que le ha servido a la derecha para justificar el golpe de Estado.

El paso del tiempo demostró que efectivamente aquello fue un ingrediente muy relevante para envalentonar a los militares y justificar, posteriormente, los horrores. Pero traerlo a votación 50 años después, no a modo de análisis o estudio, sino como forma de reivindicación solo sirvió para abrir un flanco innecesario.

A eso se sumó que una vez que las y los diputados opositores tomaron esa pelota que daba bote, la izquierda escogió el peor momento para llegar tarde a la sesión. Entonces, el PC logró algo impensable en los últimos meses: unir a Evopoli, RN, la UDI y el Partido Republicano, lejos de sus peleas internas, en torno a un solo fin: lograr que se leyera completo el acuerdo del '73 y se aprobara nuevamente íntegro, como si nada hubiera pasado en Chile después de eso.

Pero sí pasó, aunque algunos todavía lo nieguen. Y el Estado de Chile fue muy serio en el trabajo para establecer oficialmente la verdad de la dictadura, tanto en el Informe Rettig como en el Valech I y II. Y aquello, en un país que se precie de humano y civilizado, debiera ser suficiente para dejar de debatir lo que ya sucedió y olvidar las cancelaciones mutuas, a cinco décadas de los hechos. Aquello solo sirve para cancelarse unos a otros y evitar el aprendizaje histórico.

Porque el futuro no pasa por cerrar los ojos, gritar "la,la,la" bien fuerte para no escuchar al otro y seguir discutiendo un acuerdo que sucedió hace 50 años, sin saber de lo que seríamos capaces los propios chilenos ni cuánto daño podíamos hacernos. Si volvemos a repetir la historia, si cada uno la escribe desde su propia trinchera, sea la ideología a ultranza o el negacionismo, nunca tendremos una memoria sana, necesaria y reparadora. Así, condenaremos a nuestras hijas, hijos o nietos, a volver sobre los mismos horrores. Pues, como dice la canción, si no me acuerdo, no pasó. 2

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