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APUNTES DESDE LA CABAÑA El alma del Chile profundo

POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
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Vivo en una ciudad pequeña y nunca he tenido -salvo en la infancia- tanta interacción social como desde que resido aquí, hace cosa de dos años. Cuando visito ciudades grandes, regreso a casa agobiado por la agresividad, la contaminación acústica y ambiental, y por la delincuencia que campean allí. Goethe decía que le gustaba Leipzig porque allí se sentía ser humano. Es la edad la que me hace preferir ciudades pequeñas, pensaba, pero me convencí de que se debe a que acá -en estas pocas calles tranquilas- me siento un ser humano pues existe una comunidad.

No hay aquí aglomeraciones ni anonimato. Más o menos todos se conocen porque fueron tal vez a la misma escuela e iglesia, participaron en las mismas competencias de fútbol, rayuela o rodeo, y marcharon como escolares para el 21 de mayo o van a las mismas ramadas, y sus padres o abuelos forjaron una amistad (u odiosidad) eterna. Los que llegamos de fuera nos compenetramos de ese espíritu y la verdad es que es grato pertenecer a algo común y compartido, trascendente.

Comento esto no para criticar a las metrópolis, que también las hay espléndidas, sino para hablar de esta experiencia que descubrí tarde en la vida, una en la que cada cual, conservando su individualidad, integra un grupo que lo acoge y le brinda amistad e identidad bajo un paraguas común. Lo afirmo sin idealizar ni negar que también aquí hay conflictos y la seguridad de antes se desvaneció.

Pero volvamos a lo positivo, a lo que une y vuelve apacible la vida, esa real de estar cerca de los demás en cuerpo y alma, no sólo virtualmente a través de Zoom. Disfruto, por ejemplo, comprar los diarios del domingo a Patricio, "un hombre que lleva 33 años al servicio de la prensa", como se describe a sí mismo. Durante la semana se instala temprano en el paradero de buses frente a la biblioteca y los fines de semana cerca de la iglesia. Leo los periódicos por internet, pero me atrae conversar con este hombre que trabaja llueva, haga frío o el sol raje las piedras, y conforma un dúo musical que toca cumbias y boleros en fiestas y restaurantes. Da el vuelto en inglés y se muestra estoico frente al hecho de que cada vez se venden menos diarios impresos. "Ainsi va la vie, mesdames et messieurs", comenta cuando me alejo.

Con mi barbero ocurre otro tanto. De origen venezolano, Roberto es otro emprendedor y conversador, y puede soltar sus pasitos de reguetón sin dejar por ello de cortar bien el cabello en un estrecho local que da a una calle que tiene La Campana de fondo. Y qué decir del señor impecablemente ataviado: traje, corbata y modales exquisitos, que a menudo (desde hace varios años) pasea con una banda tricolor al pecho explicando a quien desee oír, por cierto en un español castizo que ya quisieran muchos, que él es el auténtico presidente de Chile pero que el Congreso le entregó el cargo a otro el día de su asunción. A veces impone medallas en la vía pública y al hacerlo pronuncia discursos elegantes y floridos, con voz serena, superior a muchos de los que suelen escucharse.

Sí, en mi ciudad la transacción comercial va por lo general acompañada de un ingrediente personal. En El Copihue, por ejemplo, no sólo se conversa con los amigos sino también con los dependientes, y la clientela pregunta por aquel que se ausenta. Y algo parecido ocurre cuando voy a buscar fruta y verduras a la colorida La Haciendita, o paso a buscar pastel de choclo al consolidado El Latigazo, o entro por pizza al exitoso Otra Cozza. No, en mi ciudad (estremecida a veces por la música a todo dar de afuerinos que vienen supuestamente a gozar de nuestra paz), no todo es ordenar el producto, recibirlo y pagar e irse, no, las personas, su salud y sus proyectos también importan.

En fin, aquí la gente se siente muy chilena, ama los símbolos nacionales y a menudo se cruza con huasos bien plantados y a caballo, amantes de las celebraciones religiosas, los días patrios y el rodeo y el tejo. Aquí la gente vive conectada con la naturaleza, admira las estrellas que titilan imponentes cada noche, sufre la sequía junto con la vegetación y los animales, pronostica inviernos lluviosos por la conducta de las hormigas y percibe el inquietante rumor que antecede a los temblores. Sí, aquí la gente se pasea por las calles, se sienta en la plaza y se saluda al entrar a un sitio. Quien viene por el día disfruta el paisaje y la comida tradicional, pero no imagina las redes de amistad que existen bajo la superficie, no capta el alma profunda de la comunidad. Es, por cierto, un buen sitio para conmemorar las Fiestas Patrias, y por ello desde aquí deseo a todos un ¡feliz 18!