APUNTES DESDE LA CABAÑA La antigua costumbre de morir
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
El primer contacto directo con mi muerte lo tuve en una apacible ciudad del Midwest de Estados Unidos, donde viví hace mucho. Tanto, que yo era joven.
Un folleto en el buzón de casa, ilustrado con fotografías a color, me ofrecía un funeral, el mío, bien organizado, una variada colección de ataúdes, otra de urnas para cenizas y un acogedor sitio en un parque donde descansar para siempre. Mi edad me llevó a considerar una insolencia esa promoción eufórica, pero agradecí que alguien me recordara -como el que repetía al oído de los generales romanos que regresaban victoriosos a Roma entre la aclamación popular- que era mortal y mis días estaban contados, aunque nadie se muere en la víspera.
Años después, tras un cumpleaños redondo, llegó a casa otro folleto, igual de colorido y convincente, ofreciendo esta vez sillas motorizadas y escaleras automáticas portátiles para llegar a otro piso. Supuse que era la misma empresa que, ante la falta de entusiasmo por morir, ofrecía un producto adecuado a quien apostara por una existencia de más largo aliento. Respondí que no había ejercicio más sano que subir escaleras por los propios medios.
Ya de regreso en Chile, me llamaron un día de un cementerio parque para comunicarme una promoción con un formidable descuento si adquiría un programa funerario, eso sí, dentro de las próximas 72 horas. Calculé que se trataba de una de las estafas articuladas desde nuestras cárceles, por lo que indagué. Pues no. Era una oferta real. Pregunté si incluía morir también antes de las 72 horas. "¡Cómo se le ocurre, usted puede pagar en 72 cómodas cuotas mensuales y se muere cuando quiera!", me respondió la dama. Me tranquilizó saber que la promoción respetaba al menos el principio de fallecer cuando a uno le toque.
El llamado me hizo pensar en la novela Demonio, de Cayetano Brulé, en la que el detective lee una mañana en el diario una nota necrológica que anunciaba su propio funeral. El aviso lo había pagado un enemigo, pero Brulé no se amilanó pues recordó que no hay nada más letal que la vida: haga lo que se haga, uno siempre sale de ella muerto. "Morir es una costumbre que suele tener la gente", decía Jorge Luis Borges con agudeza y elegancia.
Otros destacan que la muerte es la gran niveladora, pues cada uno se va tal como llegó. "Una vez terminado el juego, el Rey y el Peón vuelven a la misma caja", dice Carletto, un amigo de origen italiano que ama los refranes de la tierra de sus antepasados.
Tuve un bisabuelo francés, carpintero, que guardó por años bajo su cama en la Normandía el ataúd que diseñó a su pinta para sus exequias. En él colocó el traje que deseaba vestir en el último viaje para que lo respetasen llegase donde llegase, una Biblia por si acreditaba intachable conducta anterior, su primer juguete para que la etapa más feliz de su vida estuviese con él, y una foto de su esposa para no olvidarla. Y ordenó clavar en la puerta de la parroquia del pueblo el nombre de quienes no deseaba asistieran a su velorio.
Yo me quedo en esta materia con el filósofo Epicuro de Samos: "Cuando existimos, la muerte no está presente, y cuando ella está presente, ya no existimos", por lo cual no hay motivo para temerle a algo que no existirá mientras existamos. Por lo mismo y con respecto a "la costumbre", sigo el minucioso sendero trazado por el antepasado normando y mis padres.
Mi padre, abierto siempre a nuevas ideas, citaba la frase de Mahatma Gandhi: "Vive como si fueras a morir mañana, aprende como si fueras a vivir para siempre". Fue mi madre quien, con gran sentido práctico, se encargó de dejar todo dispuesto para que, llegado el momento, las cosas funcionaran en el caso de ellos como deseaba y los suyos tuviesen que ocuparse sólo de comunicar el deceso a la institución para que se encargara de todos los preparativos. Contrató aquello treinta años antes de su partida. "El funeral se hará como lo planeé y será como estar viva", me contó un día orgullosa y sonriente.
El modo detallado de definir el viaje final otorga a muchos tranquilidad y, en alguna medida, la sensación de que el futuro funeral propio es un asunto del pasado. En lo que a mí respecta e imitando a mis padres, puedo decir que el mío ya lo viví.