APUNTES DESDE LA CABAÑA El octubre en que el "Che" se entregó
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
"No me maten, soy el Che; valgo más vivo que muerto", rogó el 8 de octubre de 1967 el guerrillero Ernesto Guevara al entregarse al ejército boliviano en el pueblo de La Higuera. Su incursión armada en el país vecino para imponer el socialismo había fracasado. Sin conocer Bolivia, y sin el apoyo indígena ni el del partido comunista, que seguía instrucciones de Moscú, su intervención militar fracasaba. Estaba herido, mal alimentado, cercado con sus últimos hombres, casi todos extranjeros. Al día siguiente fue ejecutado en una escuelita rural, siguiendo órdenes de La Paz sin que la CIA alcanzara a interrogarlo. Hoy, hace exactamente 56 años, la noticia surcó el mundo y parió el mito.
Guevara creía en la lucha armada para conquistar el poder e imponer sus ideas, y murió en su ley. Corresponde condenar su ejecución sumaria, pero asimismo su descarado intervencionismo en el país vecino, toda vez que venía de fracasar en la creación de otra revolución: en el Congo, 1965. También estuvo involucrado en algunas guerrillas respaldadas por Cuba en -según un reportaje de la BBC de 2019- Panamá, Nicaragua, República Dominicana y Haití en 1959; Perú y Guatemala, 1960; Argentina, 1962; Colombia, 1964; Venezuela, 1967; Nicaragua, 1979; y El Salvador, 1981. Todas contaron con el adiestramiento y/o suministro cubano de toneladas de armas, que causaron muerte, destrucción, más atraso y miles de heridos y desplazados. Aquello ocurrió bajo las consigna castrista de "¡Patria o muerte, venceremos! y la guevarista de "¡Hasta la victoria siempre!".
Planteo esto para preguntar una vez más cómo es posible que el intervencionista argentino, médico proveniente de clase acomodada, haya devenido héroe de la izquierda mundial cuando, tras incitar a luchar hasta morir a tanto joven latinoamericano y africano, en el momento en que afrontó la disyuntiva de rendirse o morir, se rindió. Según informes de inteligencia y periodísticos, el Che, tendido ya sobre una mesa de la escuela y conversando con sus captores, creía haber salvado con vida de su derrota. Desde un Chile donde nos pasamos debatiendo sobre la decisión final del presidente Salvador Allende, que apostó por la vía electoral a diferencia de Castro o el Che, no se puede sino hacer una comparación estremecedora: quien creía en las elecciones, pagó con su vida su convicción, y quienes postularon el "¡Patria o muerte!", se entregaron a la hora de la muerte.
Fidel, que apoyó numerosas intervenciones y envió en los setenta a miles de jóvenes cubanos a combatir en Angola y Etiopía con armas donadas por la Unión Soviética, también enfrentó una vez esa gran disyuntiva. Fue en 1953. Entonces, tras su frustrado y sangriento ataque al Cuartel Moncada, en Santiago de Cuba, escapó a la Sierra Maestra, pero fue ubicado por las tropas de Fulgencio Batista, dictador que llevaba un año (sic) en el poder. Decenas murieron en el asalto. Fidel, que pertenecía por su primera esposa a la elite cubana y cuyo suegro fue ministro de Batista, negoció su entrega. Solicitó los buenos oficios de la Iglesia Católica: El arzobispo de Santiago, Enrique Pérez Serantes y el cardenal Manuel Arteaga se ocuparon de que no hubiese represalias. Batista ordenó entregar una garantía formal a Enrique Canto y Frigulls Ferrer, dirigentes de Acción Católica, tras lo cual Castro se entregó a Pérez Serantes para ser juzgado en juicio público y garantías. Fue condenado a 15 años de prisión, pero Batista dictó amnistía general a los 22 meses. Así Fidel se exilió en Estados Unidos y después en México. En 1959, cuando conquistó con su guerrilla el poder, Batista se exilió y el régimen revolucionario expropió hasta las escuelas y propiedades de la iglesia a la que le debía la vida, más tarde expulsaría a los religiosos extranjeros.
Tras la toma del poder, el Che estuvo a cargo de la fortaleza de La Cabaña, en el puerto de La Habana, donde se fusiló noche tras noche, tras juicios sumarios aprobados por él, a centenares de personas acusadas de batistianas y acosadas por turbas enfervorizadas. Si se duda de esto, recomiendo ver al Che ante el pleno de la Asamblea de NNUU, donde reconoce: "Fusilamientos, sí, hemos fusilado. ¡Fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte!" O bien su discurso ante la Tricontinental, en 1967, donde habla de "el odio como factor de lucha, el odio intransigente que… convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar".
Esta parte de la historia es indigerible para la izquierda que convirtió a Fidel y al Che en mitos de la lucha revolucionaria y la resistencia hasta el último aliento y que luce poleras con su rostro idealizado, pero corresponde examinar la historia tal como fue para que menos jóvenes sean engañados por líderes (del color que sean) que les exigen inmolarse por una causa política, pero que a la hora nona, no actúan según lo predicado sino intentando salvar su propia vida.
En este año de tanta división y odios en Chile debemos auscultar a los políticos que llaman a otros a morir por su causa y lo que eso implica éticamente para los instigadores. Allí están, por ejemplo, el terrorista Gaddafi, sorprendido y linchado mientras huía de Libia; y Sadam Hussein, que también cometió atrocidades, invadió Kuwait y fue descubierto en una madriguera donde se rindió como cordero. La verdad es que Fidel y el Che, que fueron por la vida postulando la violencia revolucionaria y el ¡Patria o muerte!, a "la hora de los mameyes" se entregaron al enemigo confiando en esquivar el destino al cual condenaron a tanto joven que merecía vivir pero cayó matando a otros, cegado y seducido por sus nocivos discursos y fingimientos.