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APUNTES DESDE LA CABAÑA La sociedad del estrépito

POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
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Cada vez me encuentro con más gente que se queja del ruido ambiente. Crece el número de adultos mayores, cincuentones, cuarentones, Millennials y hasta de estudiantes a los que atormenta el estrépito ambiental. "Antes éramos austeros y silenciosos, pero nos volvimos arrogantes y bulliciosos", comenta lacónico Max, descendiente de suizos.

Hace poco tomé un avión en el que iba una señora con una niña que durante el viaje no dejó de jugar con un aparatito con pantalla que soltaba pitazos y carcajadas que opacaban el rugido de las turbinas. Alguien reclamó y la mujer repuso que si su hija no jugaba, se aburría. Pues los pasajeros tuvimos que soportar la entretención mientras las aeromozas se desdibujaban. De vuelta venían pasajeros que disfrutaban películas en sus notebooks sin haberse enterado de la existencia de audífonos.

Algo parecido me ocurrió en la sala de espera de un centro médico, donde tenían puesto uno de esos matinales en que animadores pontifican histriónicamente entre música y risotadas. Y no faltó quien describía por celular donde estaba. Era uno de aquellos que eleva la voz en proporción directa con la ubicación del interlocutor, que supongo residía en Beijing. Resistimos estoicamente el tormento decibélico.

A propósito de estoicismo: en sus epístolas a Lucilo, el gran Séneca se queja de los ruidos ¡y eso hace dos mil años! Critica los gritos de comerciantes y "proveedores de tabernas", pasteleros, salchicheros, jugadores de pelota y contadores de puntos, y los aullidos de los pacientes de los depiladores. Clama el filósofo contra el ruido y los pregones que le impiden escribir.

Mi pequeña ciudad se torna bulliciosa los fines de semana y en vacaciones, es decir, cuando los citadinos huyen de sus atestadas urbes y muchos llegan en moto, todoterreno o auto con escape libre a estremecer un lugar que se distingue por su sosiego. Rarísimo eso de escapar del ruido de la propia ciudad para ir a reproducirlo en un oasis ajeno...

Pero no todo viene de afuera. Aquí proliferan camionetas con chicharrientos megáfonos que van por las calles de tierra ofreciendo frutas, verduras, comestibles y ropa, o bien comprando "todo tipo de chatarra" o anunciando shows de boleros, mariachis o rock en el parque local, o la gira de algún humorista o alguna modelo dedicada a leer el tarot, y tampoco falta el camión del gas difundiendo un trillado jingle. Cuando pasa el vendedor de escobas ensalzándolas a voz en cuello, salgo a comprarle una y ofrecerle un vaso de agua. Por cierto, no ha vuelto el afilador de cuchillos. ¿Enfermó?

Pero eso no es todo. En primavera, y da lo mismo día y hora, muchos echan a andar la cortadora de césped y el soplador de hojas, motores estrepitosos como tanques de guerra. Me recuerdan mi barrio en Estados Unidos, donde las propiedades deben mantener corto el césped. Muchos echábamos de menos los aparatos manuales. Por fortuna hace diez años aparecieron los activados por baterías, cuyos inventores debieran recibir el Nobel de la Paz.

Hoy el estrépito lo invade todo, y tiendas y almacenes instalan parlantes en la calle. Son como los fumadores de antes, que fumaban en los locales e incluso los aviones sin legislación que lo impidiera. En mi ciudad un alcalde construyó hace años un centro deportivo, pero con autódromo y circuito de motos (sic) incluidos. Difícil entenderlo en una comuna tranquila cuyo sello es la tranquilidad que brinda a los extenuados de la vorágine metropolitana. Ahora rugen motores en muchos sábados y domingos, y también durante la semana, cuando los tuercas someten a prueba el pique de sus motos y la paciencia vecinal. ¿Habrá alguna vez carreras sin escapes libres?

En España, donde la gente suele ser extrovertida y bulliciosa, adoptan medidas al respecto. Por ejemplo, los trenes llevan "coches silenciosos", donde está prohibido hablar hasta por celular. Pero los torturadores acústicos no se rinden fácilmente: en un carro de esos en Italia un pasajero comenzó a conversar por celular pero terminó en disputa a gritos, lo que hizo necesaria la presencia del inspector, lo que derivó a su vez en una discusión que amargó a todos el trayecto a Verona.

En fin, Aristóteles nos definió como el único animal que posee logos, un concepto griego que puede traducirse como razón o lenguaje, con lo que nos retrató como animales parlantes. Lo vio claro hace más de dos milenios.

"Hay que resignarse no más al reguetón, las cumbias y los corridos porque estamos en nuestro Chile" -comenta el siempre entusiasta Carletto-, "que si estuviésemos en Italia estaríamos entonando arias de Rossini, Donizetti y Verdi'.