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APUNTES DESDE LA CABAÑA Chile aterrado por la delincuencia

POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
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Cuerpos desmembrados, cabezas humanas en playas, autos incendiados con pasajeros dentro, videos de rehenes amenazados con pistolas, sicarios, bandas asaltando hogares, balaceras en malls, sectores controlados por delincuentes, sujetos que arrojan granadas contra policías, portonazos, saqueos, funerales narco, atentados terroristas, quema de buses, tomas de terrenos, migración desbordada, Araucanía... ¿Para qué seguir? Como escritor pregunto si en este escenario del horror quedan aun ganas para leer novelas policiales o si crece el apetito por la narrativa narco o del sicariato.

¿Corresponde preguntárselo? Alguien podría reclamar: ¿Cómo se le ocurre plantear una pregunta literaria en medio de la angustia y la zozobra nacional en que vivimos? Yo considero que es lícito hacerla, pues el narco y la delincuencia están cambiando, cuando no desvirtuando, definitivamente, nuestro carácter nacional, nuestra forma de ser, de relacionarnos con los demás y de vivir nuestra cultura y tradiciones. Lo que acaece es demasiado grave, ya que no se limita a la obligación constitucional (incumplida) de la autoridad de garantizar a la ciudadanía un mínimo de seguridad en el espacio público y los hogares, sino que comprende asimismo la recuperación de las condiciones mínimas de una sociedad democrática para liberarnos de esta cultura del miedo y la incertidumbre que, según una encuesta, agobia al 90% de los chilenos.

Es ante este cuadro desolador que me pregunto -y esto vale también para otras expresiones culturales-, si tiene posibilidades de sobrevivir la novela policial chilena bajo su formato actual. Es decir, ahora que la realidad cruel supera a la más delirante ficción novelesca, ¿será capaz la novela policial criolla de proyectar situaciones infernales como las que describen los medios o tendrá que mutar radicalmente para representar o recrear la nueva realidad en que vivimos? En materia delincuencial la realidad desborda por completo a la ficción más extrema. Las acciones de los agentes del mal -como diría Rüdiger Safranski- dejan atrás las fantasías más descabelladas de escritores o guionistas. Tal vez las formas de representación más realistas de la "cultura" delincuencial se hallan hoy en redes sociales, "santuarios" narcos y el reguetón. La narrativa requiere de más tiempo para establecerse en nuevos territorios, pero también incide en esto que el terrorífico salvajismo alcanzado por el crimen en Chile sea relativamente reciente. En todo caso, nuestra realidad supera hoy con creces en abyección a las tramas más abyectas que pueden imaginar escritores, los que se ven limitados por la verosimilitud demandada por la novela negra ya que las historias deben ser plausibles. Los criminales, en cambio, simplemente crean a diario crueles realidades, que hasta el día anterior parecían fantasías extremas que habrían rechazado los editores.

Esto de que la realidad supera a la ficción no es un fenómeno nuevo y tampoco lo es la adaptación de la literatura a la realidad. La novela dura estadounidense, esa que iniciaron Dashiell Hammett y Raymond Chandler en los primeros decenios del siglo XX, surge como intento de superación de la novela policíaca aparecida en Francia e Inglaterra a fines del siglo XIX. Esta última otorgaba preeminencia a la técnica investigativa (lupa, toma de huellas dactilares, pócimas, etc.) y al ingenio del investigador estrambótico (asesinatos en un crucero, un tren), pero la novela dura sale a la calle, a los bajos fondos, creando investigadores "duros de pelar", resistentes y rudos, que se enfrentan a la corrupción y sus matones.

En términos esquemáticos, la novela policial se basa en la investigación de un crimen que suele atraer por lo ingenioso, lo enigmático o lo brutal, por una secuencia original que excede la imaginación del lector, y que por eso lo seduce y ata a la lectura. Las novelas policiales enganchan usualmente porque el lector, atraído por el peligroso el ámbito de los antros, las mafias y los ajustes de cuentas, puede conocer aquello en la tranquilidad de su casa, la butaca de un avión o en el metro mientras se dirige al trabajo. Allí encuentra mundos siniestros que no conoce ni puede imaginar, aunque intuye que existen. La novela le permite recorrer esos mundos y enterarse de los motivos del crimen. Pero hoy todo lo que ayer era inconcebible e inimaginable hasta para un escritor, lo traen a diario los periódicos y noticiarios. ¿Puede la ficción policial superar la realidad delincuencial que nos angustia? ¿Y habrá lectores que, viviendo en un país inundado de delincuentes y narcos, tenga interés por leer sobre barbaridades después de saturarse de ellas en los medios?

En las novelas de mi serie detectivesca queda claro que Cayetano Brulé consigue casos importantes sólo a partir de 1990. Brulé considera que la democracia es condición sine quanon para que un detective privado puede investigar sin excesivas restricciones. En regímenes no democráticos la situación se le complica puesto que los gobiernos -autoritarios o dictatoriales- no toleran la búsqueda paralela pues son adeptos a una "verdad oficial", que imponen ellos mismos. Esto arroja una interrogante adicional: ¿Qué posibilidades tiene un detective solitario de investigar en una democracia donde campean sicarios, narcos y delincuentes comunes? ¿Puede un detective privado entrometer su nariz en esos ámbitos si hasta las policías oficiales hallan límites en zonas del país, y son atacadas con armas de grueso calibre y recursos terroristas?

Conviene recordar la importancia que atribuye el lector de policiales a la verosimilitud y la plausibilidad de la trama, de modo que no tardaría en preguntarse: ¿Cuánto duraría un detective privado que indagara sobre el terrorismo en comunas de la Araucanía o sobre el teje y maneje de los narcos en comunas de Santiago, Antofagasta o Iquique? Lo más probable es que de ignorar las amenazas, terminaría calcinado dentro un coche o en un barril con ácido muriático, diría uno de esos lectores. Lo saben los amantes de la novela policial y, por ello, desconfiarían de una novela sobre ese tema en la que el investigador emerja triunfante. En ese caso, el sabueso se convertiría en un Superman o un héroe de película hollywoodense, lo que no apetece y sí defrauda al lector latinoamericano de novela policial.

Escritores policiales colombianos y mexicanos han sorteado con talento y éxito este reto creando un nuevo género. Han tenido más tiempo que los chilenos, desde luego, porque en Colombia y México pasaron hace mucho lo que estamos sufriendo hoy nosotros. Allá los narcos y los sicarios son de larga data, e inciden en esferas claves de la vida nacional. Los segundos siembran el pánico, los primeros buscan infiltrarse en importantes sectores de la vida nacional para crear un estado paralelo. En fin, estos procesos han generado, al menos, dos vertientes en la narrativas. La novela narco, por un lado, entre cuyos expositores destacan Elmer Mendoza y Eduardo Antonio Parra y, por otro, la narrativa del sicariato, en que brillan, entre otros, Jorge Franco, Fernando Vallejo y Laura Restrepo. También estadounidenses, como el superventas Don Winslow, han explorado estos campos. En esas novelas hay poco espacio para héroes hollywoodenses, y los protagonistas la pasan mal, muy mal, cuando no pierden la vida en sus pesquisas. Por eso aún no me animo a enviar al corajudo e ingenioso Cayetano Brulé a una de ellas.

En Chile aun no aparecen con fuerza esos géneros como en Colombia o México, pero esto cambiará pues el narco y el sicariato alcanzan aquí ya tétrica y sangrienta notoriedad. Nunca ha sufrido Chile una agresión delincuencial tan destructiva como la que vivimos, y nunca habíamos visto a un gobierno tan complicado internamente para enfrentarla. Y lo grave es que no se trata sólo de recuperar la relativa seguridad que hasta hace pocos años disfrutamos sino también de liberarnos de la cultura del miedo y la incertidumbre que violenta nuestra cotidianeidad y relación con los demás, nuestros planes personales y nuestra vida, nuestra cultura, nuestra alma nacional y nuestros derechos humanos.