APUNTES DESDE LA CABAÑA ¿Y usted, por qué no vive en Santiago?
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
A veces habitantes de ciudades grandes preguntan de modo despectivo por qué uno vive en una ciudad pequeña y no en Santiago, y la verdad es que cuesta responder sin herir sensibilidades. La pregunta desasosiega. En rigor, el objetivo de la pregunta no es averiguar por qué se escogió una villa sino por qué no reside en Santiago o, exagerando la nota, la pregunta suena más bien a ¿cómo se te ocurre no vivir en la capital? Conscientemente o no, lo que rezuma esa pregunta es el centralismo extremo que deforma y atrasa a Chile.
Soy de la opinión de que a cada período de la vida le corresponde un tipo diferente de ciudad. Cuando las parejas tienen niños, lo ideal es vivir en una pequeña, donde reine la seguridad, exista sentimiento de comunidad, y escuelas y servicios queden cerca. Pero cuando uno llega a los estudios superiores, seducen las ciudades grandes. Algo similar pasa cuando se busca trabajo, pues "los buenos" brotan en ciudades grandes, aunque el teletrabajo está modificando el panorama.
Pero con el paso a la tercera edad uno anhela de nuevo vivir -vivir de profundis, que no es sinónimo de existir- en una ciudad reducida, no anónima, pausada, cerca de amigos y conocidos, donde se goce la naturaleza, uno se sienta seguro (eso que perdimos con el estallido y su campaña de desprestigio contra las policías) y esté al tanto de cuanto ocurra gracias a internet, Kindle, Spotify y tele tiendas. Hasta hace veinte años, irse a pequeñas localidades era "bajarse" del mundo. Hoy puedes acceder a la noticia de último minuto, al libro recién salido, al reciente concierto o al estreno cinematográfico igual que alguien que resida en Madrid o Berlín.
Cuando metropolitanos me preguntan intrigados por qué vivo en Olmué, respondo con preguntas: ¿Desde cuándo no contempla usted la Luna, Venus o la Estrella del Sur? ¿Ha escuchado el graznido del queltehue al oscurecer, o el ululato de la lechuza que rasga la noche? ¿Reconoce la diferencia entre zorzales y tordos? ¿Ha visto cómo cada año los picaflores diminutos reemplazan a los gigantes que vienen del norte y son sustituidos a su vez por los primeros? ¿Ha notado cómo en otoño se adormece el parrón para despertar en la primavera, aunque parece muerto? ¿Ha visto cómo los quiscos crecen manteniendo su balance y superando casas de dos o tres pisos? ¿Ha percibido cómo languidecen los olivos y espinos en la sequía pero estallan en verde jolgorio tras la bendita lluvia? ¿Y qué me dice del silencio que envuelve a veces el mundo, cuando incluso los perros enmudecen y uno puede escuchar como crecen los helechos? ¿Ha examinado la minúscula bolsa de raicillas y musgo que el picaflor teje y cuelga en una rama para poner los huevitos?
Mucho citadino no logra disimular su estupefacción. Piensan que deliro, y yo a su vez que ellos carecen de calidad de vida. Recibo a amigos que vienen de ciudades grandes y, en algunos, en cuanto descienden del coche, advierto su premura y el aceleramiento que generan la agresividad y los sinsabores metropolitanas. Les pido bajar las revoluciones, inspirar hondo y pasear entre los árboles para que aprecien las aves, la diferencia entre las flores y entre las cortezas de árboles. Al inicio parecieran no ver. Y después los invito a sentarse bajo el parrón premunidos de una copa. Allí notan que ya no están en un taco, que no hay bocinazos ni estridencias y el aire huele puro, y ellos se relajan y empiezan a hablar lento y los invade un sopor gozoso. Se les nota que apaciguan su urbanitis aguda.
En la ciudad uno extraña la naturaleza y comprende que la ciudad es el escenario donde más cruelmente se muestra la pérdida de nuestro patrimonio arquitectónico. La ciudad escapa de sí misma, la gente deja barrios para ir tras el de moda y mayor plusvalía, y quienes los sustituyen contribuyen al deterioro o la demolición de lo ya existente. Así la ciudad es una fugitiva que extingue su propia memoria. En ciudades pequeñas esto ocurre lentamente. Olmué, por ejemplo, tiene un carácter campestre que hoy, por desgracia, megatiendas chilenas y mega-restaurantes chinos arrollan con sus fachadas ajenas al rostro y el estilo del lugar. Lo hacen porque nadie se los impide, porque concejales no establecen criterios que eviten la desfiguración del rostro y la identidad de Chile. Otro enigma para que investigue Cayetano Brulé.
A este ritmo derribaremos hasta las pircas y construcciones de adobe que no derribaron los terremotos, asfixiaremos tiendillas, verdulerías y almacenes, y todas las ferias de artesanía devendrán stands de adornos y utensilios plásticos, y segaremos nuestras tradiciones y pensaremos que desarrollo implica imitar los adefesios arquitectónicos de la urbe. Así empobreceremos nuestras tradiciones e identidad, nuestra cultura y memoria nacional, nuestra expresión oral y escrita, y por ello emigrarán los pájaros y palidecerán las estrellas, y olvidaremos el origen de nuestra agravada congoja. Entonces buscaremos los últimos rincones donde aun sobreviva el alma del Chile profundo, ese que nos hizo ser cuanto somos. Y tal vez ya será tarde.