APUNTES DESDE LA CABAÑA Nada como las cuatro paredes de casa
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
Antes me gustaba viajar, pero desde hace un tiempo lo evito. Cuando digo antes me refiero a la época en que era joven, y parece que eso fue hace poco, o tal vez sólo me parece que fue hace poco y ocurrió hace mucho. Pero da lo mismo. Y da lo mismo porque igual uno a veces tiene que viajar por cuestiones de trabajo.
Y en el caso de un escritor puede haber al menos dos razones por las que tiene que viajar. La primera porque necesita estar en un sitio determinado, por ejemplo, en una ciudad que necesita como escenario para una novela, y se le vuelve imperativo ir allá porque no la recuerda bien o nunca ha estado ahí. O bien porque debe visitarla durante la promoción de una nueva novela. Lo usual es que el escritor necesita tranquilidad y soledad para escribir, es decir, tiende a ser un eremita. A menudo sólo en el silencioso aislamiento entre cuatro paredes prospera su obra. Por eso cuando durante la pandemia mundial la mayoría de la humanidad sufría por el aislamiento obligatorio, mucho escritor no sufrió por ese lado ya que su oficio exige estar aislado y concentrado.
Pero cuando llega la hora de promover una nueva novela, ahí el escritor (desde luego aquí se entiende en español también: la escritora) está obligado a asumir una actitud opuesta a la que requiere para avanzar en la creación de su ficción: contar a variados públicos cómo creó la novela, por qué escogió el tema, cuál es el origen de los personajes, si el relato es autobiográfico y cuánto hay en esa novela de realidad y de ficción. Son conversaciones que se sostienen en ciudades diferentes. Resultan valiosas y novedosas para el escritor pues allí ve a parte de sus lectores, a los que no ve ni puede imaginar mientras escribe libros. Pero sea como sea, la verdad es que comunicarse cara a cara con los demás es precisamente lo contrario de lo que necesita el escritor (y la escritora) para lograr aquello que lo ha llevado ante esos públicos. No sé si me explico bien.
En fin, y esos viajes por diferentes ciudades y países pueden resultar un éxito o no. Me refiero a que en ellos puede resultar todo perfecto o pueden ocurrir cosas sorprendentes. Hace poco, por cierto, tuve uno que difícilmente olvidaré. ¿La razón? Las peripecias que me ocurrieron o, mejor dicho, me asaltaron en el camino y pusieron en riesgo la gira, las que están planificadas minuto a minuto y día a día, y que, por ejemplo, si uno pierde un avión, liquida parte del programa porque los aviones no pasan con la frecuencia de los colectivos.
Todo comenzó con la sensación y después convicción de que me había levantado con el pie izquierdo. Advierto que no soy supersticioso, pero parece que sí lo soy. En fin, la verdad es que ese día, en el inicio de una gira larga, puse primero en pie izquierdo en el suelo. Sospecho que eso precipitó la serie de acontecimientos que se confabularon en contra de lo programado. Lo primero fue que el avión que me llevó al sur salió atrasado de Santiago y que cuando tocó pista en su destino, se vio obligado en el acto a "rebotar" y para volver a encaramarse por el aire debido a repentinas ráfagas de tiempo. Volamos casi verticalmente para recuperar, con inquietante rugido de turbinas, una altura segura, y terminamos aterrizando en otra ciudad a la espera de que mejoraran las condiciones. Aquello retardó todo por varias horas, lo que arruinó la presentación en una ciudad muy lluviosa.
Tras cumplir parcialmente el programa traspapelado, volví al día siguiente a Santiago con una conexión inmediata a otra capital de nuestro continente. Y de no creer, ese vuelo también se atrasó, lo que… ya pueden imaginar. Y al bajar de la nave comprobé que habían extraviado mi maleta y con ella la ropa de mi gira. En esos casos hay que hacer de tripas corazón. Tanta mala suerte, lamenté, aunque sin saber que la odisea recién comenzaba. Me instalaron -yo con ropa para el frío sur chileno, no para el trópico- en un hotel antiguo, pero bien manejado y con un ascensor inteligente que se comunica con los pasajeros por parlantes con bastante humor, tal vez para calmar a quienes sufren de claustrofobia. Digamos que era un ascensor algo parlanchín.
Al día siguiente, cuando iba con mi calurosa ropa del día anterior a una entrevista radial, el ascensor, yo entré solo a él, me anunció que bajaríamos a la planta baja, como yo deseaba. Pero al llegar a ella, no abrió la puerta. Por más que apreté botones, no la abría, y de pronto anunció por el parlante: Elevador con problemas. Subiremos a Entrepiso. Y allá me llevó, pero tampoco abrió la puerta, y soltó otro anuncio: Problemas persisten, me dirijo a punto de estación. Empezamos a bajar a las profundidades que yo sentía como las profundidades del infierno. Llegamos a la estación, agregó la vocecita esa. Y al rato: Problema persiste. Y claro, el parlanchín seguía sin abrir la puerta, yo era ya su rehén. De pronto otro aviso, siniestro: Problema persiste, procedo a resetear el sistema. Se apagó la luz y comenzó a contar a la inversa en inglés, partiendo de doce. Paciencia. Me sentí en Cabo Cañaveral. Tras el reseteo, me anunció que volvíamos al piso quince, donde estaba mi habitación. Evidentemente la entrevista radial no tuvo lugar y mi señora, desde casa, me ordenó no volver a poner un pie ese ascensor, y le hice caso. Claro, lo peor era subir los quince pasos.
No voy a continuar porque la secuencia de casos inesperados en esa gira no terminó ese día. Lo bueno es al final logré comprar algunas prendas tropicales -sombrero de ala ancha y guayabera- y que cuando ya me había pertrechado bien, aparecería en otra capital latinoamericana mi maleta, entera pero maltrecha. Al día siguiente, vestido con atuendo caribeño, bajé a pie (por precaución) al lobby a esperar a mi guía para las entrevistas del día. Me senté frente a un ventanal que daba a la calle a contemplar el imponente espectáculo de la lluvia tropical. Me sentí emocionado del poder de la naturaleza y creí sentir que esa lluvia incluso me salpicaba a través de los cristales. Macondo, pensé.
Y fue en ese instante en que a varios huéspedes nos cayó un feroz chorro de agua tibia que no sólo nos salpicó sino empapó por completo. Claro, el techo había cedido y el lobby se convirtió en segundos en una pileta. ¿El culpable? Un forado por el cual fluía a borbotones, limpia, tibia y alegre el agua de la tormenta caribeña. Recuerdo la voz de un recepcionista: Se los advertí, caballeros, que iba a volver a pasar. No me quedó más que volver a mi cuarto, mojado hasta los tuétanos y a pie.
Eso fue sólo el comienzo de las cuitas en esa gira, pero fue una provechosa gira continental, en todo caso. Llena de sucesos inenarrables, que en algunos momentos me tuvieron a punto de volver a casa, y que a diario me hicieron recordar las sabias palabras del filósofo francés Pascal (repitan conmigo): Todos los problemas que tienen las personas se deben a que no saben quedarse tranquilas entre las cuatro paredes de su casa. Cierto, pero Pascal no vivía en un país sísmico como el nuestro.