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LA TRIBUNA DEL LECTOR Populismo de ultraderecha

POR JUAN SANDOVAL MOYA, PROFESOR TITULAR UNIVERSIDAD DE VALPARAÍSO
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Ernesto Laclau entendía el populismo como una lógica de articulación de las identidades políticas. Desde su perspectiva, el pueblo es una construcción que emerge de la unificación de una pluralidad de demandas en una cadena de equivalencias, a partir del establecimiento de una diferencia que divide a la sociedad en dos campos antagónicos. Laclau dedica el libro "La Razón Populista", del año 2005, a desarrollar este enfoque que, por cierto, no entiende al populismo como un régimen político particular, sino como un modo de hacer política, la cual puede adoptar diversas formas ideológicas. Por ello el propio autor afirma explícitamente que entre el populismo de izquierda y derecha existe una nebulosa tierra de nadie que puede y ha sido cruzada en muchas direcciones.

Laclau ejemplifica lo anterior con el caso francés, describiendo cómo sectores que históricamente habían votado a la izquierda pasaron a apoyar al Frente Nacional, la coalición de extrema derecha que lideró Jean-Marie Le Pen, mostrando que el progresivo desdibujamiento de la división entre la izquierda y la derecha dejó sin expresión en el sistema institucional de la política, al antagonismo ontológico que le da forma a lo social. Una lectura complementaria nos la propone Nancy Fraser cuando analiza el triunfo de Donald Trump en los Estados Unidos a partir del agotamiento de la hegemonía "neoliberal progresista", cuya crisis genera las condiciones para que el populismo conservador de Trump se presente como horizonte de sentido para antiguos votantes del partido demócrata. El problema es que cuando no existen proyectos hegemónicos en disputa se debilita la propia democracia, porque para que la democracia tenga sentido en la vida de la gente, se requiere la confrontación entre proyectos políticos sustantivos, es decir, supone alternativa y no puramente alternancia.

Parece plausible proponer que lo que estamos viviendo en las últimas décadas es una crisis de alternativas democráticas, la que se ha transformado en un verdadero caldo de cultivo para que discursos de ultraderecha radical se transformen en el marco de articulación de las demandas sociales de la gente, al ser capaces de representar, ante el agotamiento de los discursos de los partidos políticos tradicionales, alternativa y no pura alternancia. Esta situación se vuelve todavía más compleja si tenemos en cuenta las dificultades que han tenido los partidos y movimientos políticos ubicados a la izquierda de la socialdemocracia, como es el caso de Podemos en España o el Frente Amplio en Chile, para impulsar cambios significativos en la vida material de la gente y transformarse efectivamente en alternativas y no sólo en una alternancia más cuando han llegado al poder.

A lo anterior debemos agregar la incertidumbre que inunda la vida social contemporánea, por aquello que Marina Garcés ha descrito como condición póstuma: una cotidianidad marcada por crisis migratorias, inseguridad social, violencia y, en los últimos años, por la vulnerabilidad radical que supuso la pandemia. En este mundo lleno de incertidumbre e inseguridad, el orden y la estabilidad se transforman en significantes capaces de organizar todas las demandas insatisfechas de la gente. En palabras de Laclau, "cuando la gente se enfrenta a una situación de anomia radical, la necesidad de alguna clase de orden se vuelve más importante que el orden óntico que permita superarla". En Chile, lo anterior queda en evidencia en el giro dramático que ha experimentado la subjetividad política posestallido, pasando en sólo un par de años de la indignación ante los abusos y la euforia ante la posibilidad de transformar las bases institucionales del país, al miedo generalizado frente al desorden, el aumento de la inmigración y la gravedad de la delincuencia.

Es urgente poner atención al proceso que estamos viviendo. Como propone Pablo Stefanoni, hemos llegado a un momento en que debemos prestar más atención al discreto encanto que la derecha radical, en sus diferentes manifestaciones, está ejerciendo sobre las nuevas generaciones. Debemos entender mejor cómo estos discursos están logrando transformarse en un horizonte de sentido para ellos. Pero también debemos contar con proyectos políticos que se vuelvan a conectar con la vida material de la gente. Por ello, si los partidos y movimientos democráticos no son capaces de reconstruir un proyecto trasformador que efectivamente dispute las reglas del juego del sistema, es decir, que proponga cambios efectivos en aquellas reglas que definen lo que la gente experimenta, en palabras de Danilo Martucceli, como "la vida dura y sus sofocaciones", esa gente seguirá experimentando la contienda política como pura alternancia y les parecerá cada vez más una alternativa legítima la radicalidad de los discursos racistas, autoritarios y populistas de la ultraderecha. Y basta cruzar la cordillera de Los Andes para constatar lo peligroso que esto podría llegar a ser.