APUNTES DESDE LA CABAÑA
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
Praga, la capital de la República Checa, ha de ser una de las ciudades más bellas del mundo. Y Praga, la ciudad de los escritores Franz Kafka, Jan Neruda, Vaclav Havel o Milan Kundera, ha de ser una de las ciudades extranjeras de la cual conservo las referencias geográficas y culturales más tempranas de mi vida. La primera es de 1961, cuando, siendo un niño, descubrí pintada en un muro de Valparaíso, la bandera de la entonces Checoslovaquia.
Fue en el muro de un almacén situado en una esquina del Cerro Cárcel: Alrededor de la puerta de entrada al local, su dueño pintaba con maestría las banderas de todos los países que asistirían en 1962 al Campeonato Mundial de Fútbol, que se celebró, para inmenso orgullo nacional, en Chile. Éramos entonces un país en extremo pobre y desigual, situado en la parte baja de la tabla de posiciones del continente, pero éramos dignos y nos contentábamos con poco. "Porque nada tenemos, todo lo haremos", prometió entonces ante el mundo Carlos Dittborn, quien trajo a Chile ese mundial, que unió y enfervorizó al país como pocos acontecimientos.
Yo pasaba casi a diario en bus por esa esquina del empinado Cerro Cárcel, y observaba con admiración cómo el almacenero, supongo que de origen español o italiano, iba pintando las dieciséis banderas, que yo comencé a identificar con los países respectivos. Aquello era una obra de arte, y comprar entonces pintura era un lujo y la gente respetaba los muros ajenos, y las banderas iban apareciendo rectangulares, coloridas, brillantes y perfectas, alegrando la calle. Un día me bajé allí de "la micro" a mirar mi Capilla Sixtina, el mural más perfecto que había visto surgir lentamente.
Pero me bajé movido por algo que yo había escuchado en el bus el día anterior: Alguien había comentado en alta voz que el almacenero pintor, "un español o un italiano recién llegado", se había equivocado al pintar la bandera chilena. Quise ver aquella afrenta con mis propios ojos. Y me detuve ante quien pintaba en efecto la bandera patria, y para mi asombro constaté que el hombre pintaba haciendo equilibrio en lo alto de una escalera que era más alta de lo que parecía de lejos, y que pintaba bastante bien nuestras franjas y colores, salvo que en lugar del espacio azul con la estrella solitaria, pintaba erróneamente un triángulo azul y sin estrella.
Le advertí entonces al artista que cometía un error y el artista, sin bajarse de la escalera ni dejar de pintar la bandera, me respondió: No es la bandera de Chile, sino la de Checoslovaquia, creada en 1920. Supongo que era español o bien italiano. Aquello me dejó atónito y me llevó a preguntarme qué razones conducían a dos países tan distantes a tener banderas tan parecidas, y despertó por siempre mi curiosidad por ese país. Después leí algo sobre Pablo Neruda que narraba que su apellido lo había tomado el vate chileno del maravilloso escritor praguense Jan Neruda, y que don Pablo era un enamorado de Mala Strana, la preciosa "Ciudad Vieja" de la incomparable Praga. Pero mi relación con esa bandera de la hoy Chequia no terminó allí sino que se fue intensificando con el Mundial de 1962, en cuya semifinal Chile se enfrentó por el tercer lugar con Checoslovaquia, país al que vi jugar junto a mi padre en el Sausalito contra España y México (curiosamente países donde decenios más tarde sería embajador), lo que me hice ya preguntarme por las casualidades que salpican no sólo la vida de los individuos sino también de los países.
Y aquello no terminó allí con lo de esa bandera. En 1968 me impresionó como adolescente la invasión de los tanques soviéticos a Checoslovaquia -como hoy la criminal invasión de Rusia a Ucrania- para impedir que los ciudadanos que se identificaban con la bandera parecida a la chilena, abandonaran el comunismo y alcanzaran su derecho a vivir en libertad. Aquel aplastamiento militar me hizo ver cuán peligroso era el mundo, aunque pronto lo olvidé pues me hice con diecisiete joven comunista y como tal llegué a justificar ese invasión "para salvar al socialismo", así de efectivos y peligrosos son los dogmas de las ideologías totalitarias.
Pero vuelvo a los vínculos con ese país: Me enteré después que tras el golpe de estado de 1973, el poeta y cantante porteño Gitano Rodríguez se había exiliado en Praga. No podía ser tanta casualidad, me dije en los setenta, cuando viví durante unos años en la extinta Alemania oriental, ubicada detrás del Muro, donde gobernaba el dictador Erich Honecker (quien por cierto murió hace 30 años en Chile, lo que relato en mi reciente novela Nunca volveré a Berlín). Me causó una sana envidia que un porteño viviese en aquella ciudad junto al Moldava, en la patria de Smetana y Dvorak y también de Karel Gott, el Elvis Presley checo, pero cuando intenté cruzar hacia la Praga vecina comprobé que incluso para pasar de la Alemania de Honecker a la Checoslovaquia del otro dictador comunista, Gustav Husak, se necesitaba resolver innumerables obstáculos burocráticos pues también esa frontera era hermética.
En fin, podría seguir detallando las extrañas circunstancias que me llevaron a vincularme con el país de la bandera parecida a la nuestra. Por ejemplo, que el primer libro que me tradujeron al checo fue El caso Neruda, novela del detective Cayetano Brulé, que sale de Valparaíso a recorrer el mundo y que no investiga entonces por encargo de Jan Neruda sino de Pablo Neruda. O bien podría agregar que acabo de estar en Praga a presentar la versión checa de Nuestros años verde olivo, y que la editorial Bourdon me instaló en un fascinante antiguo hotel de Mala Strana, la Ciudad Vieja que admiraba don Pablo y también el Gitano Rodríguez, quien -como Cayetano y yo- tuvo casa en Valparaíso. O podría añadir que mientras firmaba libros en la feria internacional de esa ciudad, llegaron a mi stand, entre otros, varios chilenos casados con checas o bien checas casadas con cubanos, que a su vez -estos últimos- pertenecen a una isla donde viví cuatro años (isla donde Kafka "sería un escritor costumbrista", decía el notable intelectual cubano Carlos Alberto Montaner) y que tiene también una bandera parecida a la chilena y, como la checa, con triángulo. Raro todo esto, que escribo justamente desde Mala Strana, a las cinco de la mañana, cuando ya está claro y cantan los pájaros junto al sinuoso e imponente Moldava.
¿Qué más puedo decir? Muchas cosas más, pero me limito a reiterar que me alegra haber llegado a la ciudad de Smetana, Dvorak, Kakfka, Jan y Pablo Neruda, de Vaclav Havel, Milan Kundera, el Gitano Rodríguez y que también recorrió admirado el músico Payo Grondona y que es la ciudad donde se han exiliado cubanos, y a los cuales les deseo lo mismo que a los chilenos y a los checos cuando viví en Berlín detrás del Muro sin poder cruzar a la vecina Praga: pronta libertad, democracia y prosperidad.