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LA TRIBUNA DEL LECTOR

POR RAFAEL TORRES, MAGÍSTER EN PATRIMONIO, DIRECTOR MUSEO BABURIZZA
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En una de esas aristocráticas pero algo abandonadas casonas del balneario de Cartagena, en el litoral central, vivió hasta el último día de su vida, fecha que el mismo decidió cuál sería, el gran pintor Adolfo Couve. Dueño de un talento y genialidad únicos, pondría fin a su vida en una edad relativamente temprana, dejando trunca una extraordinaria carrera artística, pero sobre todo privándonos de la presencia de un artista mayor. No sólo fue exitoso en la pintura, sino que su relación con la literatura fue positiva y muy reconocida, siendo la novela "La lección de pintura", una suerte de obra de culto en la escena nacional.

Parto con esta referencia de la trayectoria de Couve precisamente por el título y el contenido de la novela que señalo en el párrafo anterior, la que fuera publicada por primera vez en el año 1979. Con un sugerente título, la crítica especializada ha destacado que la novela refleja la búsqueda incesante del artista, un verdadero ejercicio estético en el camino de reforzar la vocación y la manera de enfrentarla.

El sugerente nombre es el que me sirve ahora para referirme a otro gran artista, también lamentablemente fallecido, aunque en este caso producto de una penosa enfermedad, y que sentimos tremendamente presente a pesar de su ausencia física. Me refiero a Eduardo Mena, fallecido el año 2021, quien me merece una primera reflexión relativa a su manera de hacer su vida artística, con un compromiso personal en la búsqueda de la mejor realización, que a pesar de una vida breve, nos dejó una obra maciza, sólida y muy especial.

Para su mejor recuerdo, actualmente en el Museo de Bellas Artes de Valparaíso, Palacio Baburizza, se está presentando una exposición retrospectiva de su obra, que nos da cuenta del gran talento y el especial oficio que tenía para trabajar la pintura, cuya lección de aprendizaje es, sin duda, su principal sello.

Perteneciente a esa pléyade de pintores avecindados en nuestra ciudad, rápidamente se convirtió en un porteño furibundo, de los que pueden amar y odiar la ciudad con la misma intensidad, pero de la que no pueden renegar ni menos olvidar. Se asentó en pleno Barrio Puerto, en el entorno de la iglesia de La Matriz, donde convivió con más de alguno de los personajes típicos del sector, que probablemente por origen no le resultaran propio, pero que por decisión y convicción fue su barrio y su gente, a los que retrató en muchas de sus extraordinarias obras.

Sin embargo pinturas sobre telas, no fue lo único que hizo Eduardo Mena, porque son famosas sus piedras pintadas, las que encontraba, o más bien lo encontraban, y a las que él le ponía color y las convertía entonces en objetos de arte, que hoy y ante la ausencia de autor, también se vuelven un poco de culto.

En un capítulo de su testamento, que más bien es un manifiesto de lo que debe ocurrir tras su partida, de la cual él tuvo conciencia que iba a ocurrir en un determinado momento debido al avance de la enfermedad, dejó dos expresas tareas asignadas: a su amigo y colega Gonzalo Ilabaca le mandató realizar una exposición póstuma y a su hermano Beltrán, la edición de un libro que recogiera su trayectoria. Ambos cumplieron con lo encargado, es así como entonces encontramos la muestra titulada "Mena city blues", con más de 30 pinturas e igual número de piedras pintadas que, como señalaba, presentan distintos tiempos y momentos de la realización de su vida artística; y también ha visto la luz el libro titulado "Mena", un vocablo corto pero fuerte, una palabra recurrente en la escena artística de Valparaíso, un sonido referencia de un artista consecuente y comprometido. En suma, la palabra Mena nos lleva al reflejo de una verdadera elección de pintura, que también se convierte en una profunda lección de vida.

Me ha sido especialmente significativo ser testigo de ambos hechos, por cuanto he podido comprobar cómo Eduardo Mena pudo convocar tantos afectos y compromisos, poder apreciar el cariño y recuerdo profundo de sus amigos, la resignación y fortaleza de su madre, Ximena Concha, quien ha vivido ese indeseado dolor de perder un hijo; el cariñoso recuerdo sus hermanos, quienes también se han dado a la tarea de mantener vivo el legado de Eduardo, pero no por una cuestión solamente de vínculo, más bien conscientes de que se trata de una obra de gran espesor que no puede desaparecer, como tampoco el recuerdo y el legado de su hermano.

Para la realización de estos proyectos se ha podido contar con muchas voluntades. Y es justo reconocer a la Galería Bahía Utópica, la que se ha puesto a disposición de poder hacer la muestra, buscando junto a la familia del pintor, muchas obras en poder de generosos coleccionistas que las han facilitado. También a quienes hicieron posible el libro y a todos quienes de una u otra forma nos han ayudado a que Eduardo Mena esté muy presente en nuestro Museo y en la ciudad con la que contrajo un vínculo indisoluble, incluso más allá de la existencia terrenal.


La lección de pintura

Trump: el ruido y la furia

POR FERNÁN RIOSECO, ABOGADO
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Algo huele mal en Estados Unidos. El sábado 13 de julio de 2024 pasará a la historia por obvias razones, pero especialmente porque se ha evitado en el corto plazo una guerra civil en la principal potencia del planeta, cuyas consecuencias son imprevisibles. La tesis que aquí defenderé es simple: si Trump moría en el atentado, la guerra civil en Estados Unidos era inevitable. Como afortunadamente Trump se salvó de milagro, la pregunta es si su probable victoria en noviembre diluye la amenaza de una guerra civil o si, por el contrario, sólo la aplaza.

Quizás por influencia de Hannah Arendt, y un siglo XX marcado por dictaduras y totalitarismos, las guerras civiles no han merecido una consideración especial en las investigaciones de politólogos y cientistas políticos. Esta omisión se ha salvado, en parte, en estas dos primeras décadas del siglo XXI, pero aún estamos lejos de un estudio sistemático de la guerra civil, pese a que a la fecha hay 56 conflictos armados activos de tipo fratricida (Yemen, Birmania, Afganistán, Níger, Túnez, Burkina Faso, etcétera).

En realidad, que Estados Unidos está al borde de una guerra civil no es un misterio para nadie. Destacados politólogos como Bárbara Walters y Peter Turchin, así como altos funcionarios y excomandantes de las Fuerzas Armadas coinciden en un punto: las condiciones actuales son propicias para una segunda guerra civil. De hecho, el ambiente es muy similar al que precedió a la guerra de secesión, aunque lógicamente el contexto es diferente. Walters y otros expertos identificaron 38 factores potenciales que podrían llevar a un país a una guerra civil, como sus niveles de pobreza y desigualdad salarial, y su diversidad étnica o religiosa. Sin embargo, los dos factores clave son la "anocracia", esto es, un gobierno que no es ni completamente democrático ni totalmente autocrático; y lo que Walters llama "faccionalismo étnico", es decir, una sociedad compartimental dividida en grupos heterogéneos e irreductibles, donde lo que predomina es la pertenencia a una etnia, sexo, género o condición: mujeres contra hombres; negros contra blancos; homosexuales (y todo el dislate de la tribu LGTBI+) contra heterosexuales, etc.

A todo lo anterior se agrega que, en un segundo mandato, es altamente probable que Trump quiera ajustar cuentas con quienes trataron de sacarlo de la papeleta, quisieron meterlo en la cárcel e, incluso, intentaron asesinarlo. Esta vez no veremos al Trump relativamente comedido de su primer período, sino algo parecido a una bestia acorralada y furiosa, secundada por un ejército de fanáticos armados hasta los dientes, en el contexto de una sociedad profundamente dividida, donde el otro es visto ya no como un compatriota, sino como un enemigo al que hay que liquidar.

No sé si Trump acabará en tres días con la guerra en Ucrania. Lo que sí sé es que se vienen tiempos oscuros para la humanidad.