APUNTES DESDE LA CABAÑA Caminando por Oporto y Lisboa
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
Noto cada vez con mayor frecuencia que para muchos, no sólo gente mayor, sino también parejas jóvenes con niños, no hay nada mejor que mudarse a una ciudad pequeña, verde, con espíritu de comunidad y lejos del fárrago, tráfago, anonimato e inseguridad desbordada de nuestras grandes ciudades. Para otros no hay nada más revitalizador que subir a un avión e irse por unas semanas a Europa y visitar en época no estival ciudades sin turismo masivo, donde aun sobrevive en cierta medida la Europa de los noventa, pero con las ventajas tecnológicas actuales.
Algunos dirán que son lujos que se da una minoría, pero lo cierto es que antes viajar era para la inmensa mayoría de los chilenos simplemente un lujo prohibitivo, y no sólo ir al extranjero sino incluso recorrer Chile. Pocos iban entonces de vacaciones al sur o al norte chilenos y ni pensar en llegar al Caribe o tomar uno de esos cruceros gigantescos o incorporarse a esos tours internacionales tan en boga hoy. Es cierto que todo aquello, a pesar de las ofertas y los plazos de pago, se ve afectado por la subida del dólar, la inflación y la incertidumbre laboral. Igual, llenos despegan charters a República Dominicana y México, e incluso a Cuba, donde el turismo está de capa caída por los apagones, la falta de comida y la crisis generalizada que también golpea a hoteles y resorts internacionales.
Viajar instruye porque uno sale de su entorno y conoce otras costumbres y culturas, y ve con mayor claridad los rasgos de la propia. En los viajes tomamos conciencia de nuestra singularidad e insularidad. Aprendemos que nuestra forma de vida es una más entre muchas. Nos volvemos quizás más tolerantes, realistas y comprensivos, y a lo mejor algo menos arrogantes y al mismo tiempo valoramos mejor lo propio. Conviene escapar por un tiempo del propio círculo que a uno lo apapacha y le otorga seguridad. Conviene saber que no existen ni "la mejor cultura", ni la mejor comida ni la más bella bandera a menos que uno admita que lo propio, aquello que nos envolvió desde la cuna, nos lleva a menudo a emitir juicios sesgados, lo que conduce a la vez a constatar que no hay cultura libre de esa errónea presunción.
Hace poco estuve en Oporto y Lisboa, invitado por una institución portuguesa a impartir una charla sobre cultura y libertad. Portugal siempre me ha atraído por su gente, paisaje, arquitectura, arte culinario e historia. "Allí saben moderar el ánimo y contemplar el mundo desde otro ritmo y otra mirada", me comenta un amigo español, filósofo y viajero, admirador del Mediterráneo. Y la verdad es que hay que aprender a disfrutar la serenidad de los portugueses, en especial en esta etapa turbulenta en Chile y el mundo. Lisboa, la ciudad del gran poeta Fernando Pessoa, es una de las más bellas de Europa y sabe cultivar lo tradicional con lo moderno, conservar, por ejemplo, sus antiguos tranvías y locales y promover lo moderno. En el caso de Oporto, ciudad de origen mitológico ya que fue fundada por el argonauta Cale en el siglo III antes de nuestra era, me atraen en forma particular la placidez y seguridad en si misma y esa conjugación entre pasado y presente y con firme sello propio. Y aquí sí me podrán tildar de regionalista, porque una de las razones por la cual me seduce esa ciudad a orillas del Atlántico y del río Duero, es su parecido a Valparaíso.
No lo niego. Me atraen las ciudades que se parecen a Valparaíso por su fisonomía y loca geografía, pero, claro, al mismo tiempo me causan dolor y sana envidia cuando veo que les va bien y son prósperas, entre otros motivos, por ese aire único que imprimen los puertos con colinas habitadas. He celebrado en estas columnas, por cierto, la ciudad mexicana de Guanajuato, que se parece a Valparaíso aunque sin mar (puede sonar raro), pero que al desplegarse por cerros y colinas tiene, como Valparaíso, calles y pasajes empinados, escaleras infinitas y rincones misteriosos y ofrece miles de perspectivas que deleitan la mirada. Pero Guanajuato es al mismo tiempo una ciudad limpia, pintadita, bastante segura, donde lo cultural pesa y visitan cada año cientos de miles de turistas. Bueno, y está bien manejada por sus autoridades y hace honor a su condición de patrimonio cultural de la humanidad.
Con Oporto me ocurre algo parecido, y a Oporto le va bien por las mismas razones que a Guanajuato, además de que tiene océano y una historia, vamos, milenaria. Estuve recién en esa ciudad frente al Atlántico, bañada también sus orillas por el río Duero, en su restaurado centro histórico, sus calles inclinadas llenas de carácter, su patrimonio cultural conservado con esmero. Es una ciudad que acoge con sus espacios públicos limpios y cuidados, restaurantes y cafeterías de trato amable, el aire marítimo sosegado, una gentileza a flor de piel y la seguridad. Oscurece temprano en esta estación del año. Camino por sus calles con vitrinas iluminadas que exhiben mercancías detrás de rejas o sin ellas, haciendo gala de lo que significan la seguridad y el debido comportamiento ciudadano. En parte alguna me sentí amenazado. Bueno, en Oporto no hay letales ajustes de cuentas, cadáveres en la vía pública, balaceras, funerales narcos, y para qué seguir con la mayor tragedia social de nuestra historia, sobre la que muchos preguntan afuera con azoro, decepción y tristeza. Los que nos conocen, preguntan cómo ha sido posible desde el estallido tanta destrucción, delincuencia y violencia desatada, y quienes no conocen nuestra otrora singularidad, dicen con resignación: pues así es América Latina, salvo en Uruguay, Costa Rica y Panamá.
En Oporto alojé un par de noches en el legendario Grande Hotel do Porto, antiguo y restaurado, ubicado en un céntrico paseo peatonal. Allí falleció en 1889 la Emperatriz Teresa Cristina, esposa de Pedro II, emperador de Brasil. La república brasileña, proclamada tras el derrocamiento de la monarquía constitucional, obligó a la pareja a exiliarse en Portugal. Pues, atado a ese trozo de historia binacional y su propia elegancia y relevancia social, sus habitaciones, salones y pasillos renovados logran que el pasajero se sienta transportado al siglo XIX. Es una experiencia valiosa recorrerlo, sobre todo viniendo de un país que en gran parte vive en un presente eterno y poco cultiva su historia. En Oporto, por cierto, están las bodegas del dulce vino de Oporto, que se sirve con queso al final de las comidas o también como aperitivo, y cuyas primeras remesas aparecen registradas en 1678.
Es de esperar que Valparaíso aprenda un día de las restauraciones y los aires nuevos de Oporto y Guanajuato. No es necesario que nuestras autoridades viajen a cuenta del fisco a esas ciudades para aprender. Aún recuerdo las delegaciones a cuenta del fisco que desembarcaron en países escandinavos para aprender de su educación pública con el objetivo de aplicarla aquí… Mejor que consigan que expertos vengan a ver lo que hemos hecho de nuestras ciudades. Tal vez esa mirada y experiencia contribuya a salir gradualmente de la trágica realidad que nos agobia. Pero no nos engañemos, salir de la decadencia nacional depende de la ciudadanía, sus exigencias y su voto bien pensado. Al final, los países democráticos tienen como líderes a quienes eligen y, por tanto, merecen.