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Clavito

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Queda en la memoria colectiva por sus 43 temporadas siendo un personaje único y particular en la banca, con sus trajes, impecablemente vestido, como si el partido estuviese jugándose en el Santiago Bernabéu, aunque el recinto local se estuviera cayendo a pedazos".

Recientemente, la opinión pública conoció la noticia del fallecimiento de Hernán Godoy, a estas alturas, el mítico y popular entrenador chileno que dirigió, entre otros clubes, a Santiago Wanderers. Godoy ha generado un nivel significativo de comentarios, despedidas e interacciones en redes sociales. No tuvo una carrera icónica en el extranjero como Manuel Pellegrini, tampoco acumuló campeonatos en Primera División como técnico de los 25 equipos que entrenó, pero era un hombre del fútbol que no pasaba desapercibido.

Si bien fue futbolista, "Clavito" queda en la memoria colectiva por sus 43 temporadas siendo un personaje único y particular en la banca, con sus trajes, impecablemente vestido, como si el partido estuviese jugándose en el Santiago Bernabéu, aunque el recinto local se estaba cayendo a pedazos.

Con la llegada de un mundo digital, sus anécdotas, siempre llenas de picardía e irreverencia, lejos de desaparecer, se viralizaron. "Clavito" no perdió vigencia en la escena pública, aun siendo un DT de avanzada edad, probablemente, porque entendió en todo momento lo que es el espectáculo deportivo.

Sin tener mucha conciencia de la lógica algorítmica, las audiencias premiaban esas historias que protagonizaba. Algunas ocurridas hace pocos años, por ejemplo, en canchas recónditas del ascenso; otros episodios fueron recuperados de vetustos archivos televisivos analógicos y subidos a Youtube, generando una viralización que no tienen los actuales técnicos del profesionalismo.

"Clavito" reunía esas características de la comunicación masiva que no pasan de moda, le dan sabor a contexto grises y uniformes, sujetos que manejan códigos periodísticos desde el conocimiento de la calle, la vida en los camarines, la intuición pura. Sabía construir la mejor cuña cuando quería hacer noticia, acaparar las luces desde la frontalidad y la interpelación.

La combinación de humor, emoción, lo hilarante de sus declaraciones, una puesta en escena barroca, entre otros aspectos, lo hacían un sujeto irrepetible, querido, por eso, también, se le perdonaban sus errores. En estos días de su despedida, donde se han recordado innumerables pasajes de su carrera, como periodista también me tocó vivir un par de historias con "Clavito", en las canchas de la Primera B. Sin embargo, hay una que todavía mantengo con afecto, acontecida hace más de 30 años, pues yo era un joven escolar, vecino de uno de los departamentos en Viña del Mar que Santiago Wanderers arrendaba a sus figuras.

La comunidad ya estaba algo molesta con las fiestas que "Clavito" organizaba en el departamento, algunas estruendosas hasta altas horas de la madrugada. Como escolar, la verdad había noches que se dormía poco y eso se sentía en clases, pero como hincha del fútbol era interesante ver a jugadores y figuras del balompié llegar hasta cerca de mi puerta y escuchar sus insólitas anécdotas al ritmo de la cumbia.

Una vez que coincidimos en la escalera del edificio, le comenté a "Clavito": "Oiga profe, buenas fiestas que hace". Me miró y me contestó de forma seca: "Soy sapo cabro chico". Pero después continuó de manera afable: "Es importante mantener la unión de los grupos, nunca se deja de entrenar. Y no pongo la música tan fuerte".

"Clavito" dejó al poco tiempo el departamento, seguramente por la mala campaña en el decano a inicios de la década de los noventa, pero esa reflexión la recuerdo con cariño, así como la expresión de su rostro de que las cosas, al final, no son tan serias como parecen. Más que triunfos, el fútbol chileno nos ha dado personajes. Y a veces, un clavo no saca a otro. 2

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El eterno dilema de la privacidad

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En las antiguas Grecia y Roma no había celulares; mucho menos WhatsApp. Sin embargo, incluso entonces, los conflictos políticos derivados de la delgada línea entre los asuntos públicos y privados, o de la permanente tentación de hablar mal de otros, estaban a la orden del día".

Corría el año 415 a.C. cuando Alcibíades, importante general y político ateniense, fue acusado de profanación religiosa. Alguien lo escuchó hablar de sus actos irreligiosos en una reunión privada y filtró la información. De nada sirvió la defensa de Alcibíades. La presión lo llevó al exilio.

Siglos después, el año 62 a.C. en Roma, Publio Clodio se infiltró en la casa de Julio César cuando las mujeres celebraban la fiesta de Bona Dea, ceremonia vetada para los hombres. Al ser descubierto, su acto se interpretó como un intento de seducir a Pompeya, esposa de César, y éste decidió divorciarse de ella. "La mujer de César no solo debe ser honrada, sino parecerlo", dijo entonces.

En las antiguas Grecia y Roma no había celulares; mucho menos, WhatsApp. Sin embargo, sus historias reflejan que, incluso entonces, los conflictos políticos derivados de la delgada línea entre los asuntos públicos y privados, o de la permanente tentación de hablar mal de otros, estaban a la orden del día. Griegos y romanos eran seres humanos y, como tales, se vieron expuestos a las problemáticas propias de una democracia cuando ésta se sostiene sobre la libertad y participación ciudadana.

¿Hasta dónde llegan los límites del interés público y de la privacidad? ¿Se justifica la invasión de la intimidad en beneficio de la justicia? ¿Puede un político decir y hacer lo que quiera en su espacio doméstico? Los autores clásicos reflexionaron al respecto. Platón fue uno de los más extremos, porque señalaba que los gobernantes debían renunciar a su vida privada en favor del bien común. No eran dueños, sino guardianes de la polis y tenían que servir a la misma, distanciados de todo riesgo de corrupción.

El romano Cicerón opinaba algo similar: "Nada es más peligroso para la república que permitir que los gobernantes actúen en secreto, pues la luz de la vigilancia pública es la mejor garantía de su justicia".

Pero Séneca, como buen estoico, no estaba completamente de acuerdo. Él pensaba que cuando un gobernante es bueno, no se necesita restringir su intimidad, porque podríamos suponer que se comporta de forma virtuosa tanto en público como en privado. "Vive de tal modo que no tengas nada que ocultar -aconsejaba a su sobrino Lucilio-. Quien es bueno siempre está expuesto a la vista de todos, y hasta sus pensamientos pueden revelarse sin temor"; "Debemos vivir de tal manera que nuestros pensamientos más secretos sean aquellos que podríamos declarar abiertamente".

Por eso, para todos ellos, no sólo confabular, sino incluso hablar mal de otros era señal de inmoralidad. La difamación y la maledicencia serían expresiones de debilidad moral y una amenaza a la cohesión social. En cambio, el alma de un político virtuoso, "está ocupada en asuntos más elevados", decía Platón. Séneca, en tanto, afirmaba que la maledicencia no solo perjudica al difamado, sino que degrada moralmente a quien la practica: "Hablar mal de los demás es un veneno que se toma esperando que dañe a otro".

Tal como sugería el estoico, la historia ha demostrado que las palabras dichas en privado pueden ser más letales que las pronunciadas en público. Si en el mundo antiguo, la filtración de información privada fue muchas veces usada como arma política, en la actualidad, ésta sigue siendo una herramienta que puede cambiar el rumbo de una carrera, de una figura pública, de un gobierno o de una coalición. Las historias de Alcibíades y de Pompeya nos recuerdan que, en política, lo que se dice en privado nunca está completamente a salvo, porque su condición no es ajena al interés de todos. ¿Qué queda entonces? La rectitud, la prudencia y la coherencia. Ellas siempre serán virtudes fundamentales y obligatorias para la estabilidad de cualquier liderazgo, y el único escudo efectivo contra el desprestigio. 2

Doctora en Historia

Decana Facultad de Educación y Ciencias Sociales, Universidad Andrés Bello

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