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LA TRIBUNA DEL LECTOR La misa incompleta

POR ALFONSO SALINAS, PRESIDENTE DE ASOCIACIÓN DE EMPRESAS REGIÓN DE VALPARAÍSO - ASIVA
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Asistí a un concierto en el Aula Magna de la Universidad Técnica Federico Santa María, en Valparaíso. Se interpretaba la Misa en do menor de Mozart. Orquesta completa, coro pleno, solistas desplegando una arquitectura sonora de una belleza abrumadora. La precisión del contrapunto, la densidad armónica, el uso dramático del silencio, la riqueza tímbrica del fagot, del violín, de los bronces, de la flauta… Todo allí parecía tener un orden perfecto. No solo era técnica: era una forma de pensamiento hecha música. Una lógica que se desplegaba con solemnidad y al mismo tiempo con vértigo. Algo que rozaba lo absoluto.

Y sin embargo, mientras escuchaba, me invadía una extraña sensación de desdoblamiento. Por un lado, el asombro: ¿cómo es posible que una mente humana haya compuesto esto? Por otro, una inquietud más profunda: ¿qué historia cultural fue necesaria para que una misa como esta pudiera existir?Porque Mozart no es solo Mozart. Es el heredero de una civilización que, durante siglos, tejió una continuidad de pensamiento que va desde el dios único del judaísmo hasta el órgano barroco; desde la filosofía griega hasta el cálculo infinitesimal; desde las epístolas paulinas hasta el sistema tonal. Su misa es el fruto maduro de esa cadena: teológica, racional, técnica y artística a la vez. Una misa en latín que entona a Cristo, sí, pero también a Aristóteles, a Tomás de Aquino, a Newton, a Bach.

Y entonces pensé en América. En los pueblos que fueron conquistados siglos antes por los portadores de esa misma matriz cultural. Pensé en los mexicas, en los incas, en los mapuches. En sus calendarios astronómicos, en sus tejidos, en sus sistemas de organización comunal, en su espiritualidad vinculada a la tierra, al ciclo, al canto. Pero también en su derrota. Porque la misma Europa que más tarde produciría a Mozart, ya había producido a Cortés y a Pizarro. No son contemporáneos, pero pertenecen a la misma corriente: la de un pensamiento que no solo compone misas, sino que también diseña mapas, organiza conquistas, traza tratados y construye imperios.

Esa inteligencia -tan capaz de belleza como de cálculo- no fue solo técnica. Fue también política, simbólica, militar. Y en ella convivieron el órgano y la pólvora, la geometría y el desprecio, la armonía y la codicia. Porque la misma cultura que entendió el movimiento de los planetas y codificó la música polifónica fue también la que miró a los pueblos vencidos sin ver en ellos un saber, sin reconocer otra forma posible de civilización.Y sin embargo, esa misa, con toda su perfección, no está completa. Faltan partes del Credo, falta el Agnus Dei.

Nadie sabe por qué Mozart no la terminó. Pero me gusta pensar que esa incompletitud no es un accidente, sino una metáfora. Como si, incluso en su cima, el pensamiento occidental reconociera -aunque no lo diga- que algo queda fuera. Que hay verdades que no caben en el sistema. Que hay músicas que no se pueden escribir.Pensé en el teorema de incompletitud de Gödel, en esa idea de que todo sistema formal suficientemente complejo contiene enunciados verdaderos que no pueden demostrarse dentro del sistema. Y pensé en Penrose, cuando sugiere que la conciencia humana trasciende lo computable, lo algorítmico, lo codificable. Quizás eso que queda fuera de la misa, de la lógica, de la máquina, es lo mismo que quedó fuera del relato triunfal de Occidente. Una dimensión chamánica, taoísta, paraojal. Una sabiduría no escrita, no acumulada, no traducible. El temblor de lo inexplicable. La intuición de lo sagrado sin forma.Y entonces comprendí que mi asombro frente a Mozart no está reñido con esa otra sabiduría, la que fue marginada. Todo lo contrario: la perfección de la misa necesita su límite. Necesita su sombra, su grieta. Porque solo allí, donde el sistema no alcanza, comienza la otra música. La que no se puede componer ni repetir. La que simplemente ocurre. La que tal vez aún canta, desde algún rincón vencido de la historia, lo que no hemos sabido oír.

La carretera

POR FERNÁN RIOSECO, ABOGADO
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Del vasto universo literario de Cormac McCarthy, que incluye títulos conocidos como "No Country for Old Men" (2005) y "Todos los hermosos caballos" (1992), su novela "La carretera" es, sin duda, la más desoladora y oscura, y le permitió a su autor ser galardonado con el premio Pulitzer de ficción del año 2006.

Ambientada en un futuro distópico, "La carretera" describe un mundo post apocalíptico donde la mayor parte de la humanidad se ha extinguido debido a un evento no aclarado en la novela (probablemente, una guerra nuclear o la erupción de un súper volcán). La pluma de McCarthy es simple, aunque brutal y devastadora; tanto, que desde el primer minuto queda claro que no hay espacio para la esperanza, y que los pocos sobrevivientes tienen como único propósito el de mantenerse con vida a cualquier precio.

La madre del niño y el viejo sintetizan bien el universo atroz de "La carretera". La mujer cree firmemente que, en un escenario como este, no vale la pena luchar sólo para sobrevivir. En efecto, sobrevivir ¿para qué? ¿Sólo para seguir respirando? El mundo de "La carretera" se inspira en el mensaje que se lee en el letrero que Dante imaginó en la entrada del infierno: "Dejad atrás toda esperanza". Por su parte, en uno de los diálogos el viejo transmite al padre del niño un mensaje demoledor: "quien creó a la humanidad no hallará humanidad aquí". Buenos, malos, ladrones, asesinos, caníbales. ¿Es correcto hacer lo que sea para sobrevivir?

En una de sus muchas lecturas, "La carretera" es una metáfora prodigiosa sobre el sentido de la vida, porque la vida es desde el principio una preparación para la muerte. La existencia -con todos sus padecimientos y alegrías- carece de un propósito determinado, por lo que cada uno tiene el deber de hallar su propio significado. El padre del niño no busca sobrevivir o, mejor dicho, no sobrevive por instinto, sino por deber. Su deber es cuidar y proteger a su hijo. Pese a su atmósfera oscura y asfixiante, el amor cruza "La carretera" de principio a fin, y es lo único que deja un pequeño margen para la esperanza.

En "La carretera", el mar es azul, pero el padre y el niño no lo ven de ese color. Aquí las palabras se tambalean: ¿"debería" ser azul? ¿Nos "gustaría que fuera azul?

Nietzsche decía que la persona que tiene un por qué puede soportar casi cualquier cómo. McCarthy tensa aún más esa cuerda, y nos obliga a preguntarnos si acaso este "cómo" postapocalíptico realmente vale la pena. No es que la frontera entre el bien y el mal sea difusa o crepuscular, sino que no existe tal límite en primer lugar. El autor estadounidense no quiere sólo contar una historia, sino forzar a preguntarnos si acaso no vivimos en una ilusión donde el velo de Maya es un cómodo manto de seguridad, pero también de autoengaño.

La pregunta que queda sonando en el aire es la siguiente: ¿Qué es lo que buscamos al final del día? ¿Vivir o sobrevivir?