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Resurrección

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Los primeros tintes de lo que serán las campañas a las primarias o los contenidos iniciales de potenciales candidaturas que quieren estar directamente en primera vuelta, son para preocuparse. Las campañas reflejan formas de actuar de la política en su conjunto. Si la política está en una peligrosa fase de descomposición, las campañas evidencian una lógica similar".

En un domingo tan especial para el mundo cristiano, la reflexión sobre la resurrección de nuestros procesos es fundamental para convivir en sociedad. A partir de la revitalización de nuestras conciencias, más allá de si alguien profesa o no una religión, podemos propender a la tolerancia y el diálogo entre las comunidades y sus integrantes, para así encontrarnos en la trascendencia de la esencia humana.

La posibilidad que tenemos como personas de volver a empezar, reiniciar ciclos y apelar a una mejora de nuestras visiones, incorporando la mirada del prójimo como un aliado y no un enemigo, definirá al Chile de los próximos años. Es un desafío continuo. Implica renacer, probablemente, desde la incerteza, la desesperanza y la llegada de la muerte. Por momentos, incluso, los pasajes experimentados pueden parecer oscuros y la desorientación nos embargará.

Por ejemplo, los primeros tintes de lo que serán las campañas a las primarias o los contenidos iniciales de potenciales candidaturas que quieren estar directamente en primera vuelta, son para preocuparse. Las campañas reflejan formas de actuar de la política en su conjunto. Si la política está en una peligrosa fase de descomposición, las campañas evidencian una lógica similar. Sus dinámicas ya están dañadas, al igual que las confianzas que debiesen sostener o apuntalar la relación entre las entidades intermediarias de la política con la ciudadanía.

A su vez, existe un contexto social que va delineando las expresiones de esas campañas y de la política misma, por lo que más allá de un supuesto "efecto todopoderoso" sobre las personas, o la exclusiva injerencia en la degradación de lo público de quienes protagonizan la política, somos los electores los que también vamos influyendo, significativamente, en dichas manifestaciones. Tenemos una responsabilidad en lo que está sucediendo.

A propósito de la reciente partida de Mario Vargas Llosa, basta recordar lo que aconteció en el Perú de 1990. Las propias expectativas del pueblo peruano con un liderazgo como el de Alberto Fujimori, marcaron lo que sería, posteriormente, una recordada debacle -sistémica. Los costos de la administración de Fujimori todavía se perciben en el país vecino, con una institucionalidad rasgada y una polarización instalada.

Algunas explicaciones señalaron, por aquellos años, que la música de la campaña de Fujimori, la tecnocumbia "El ritmo del Chino", fue la que otorgó el triunfo sobre Vargas Llosa. En rigor, lo que consumó esa victoria no se limitó a una melodía mágica o un jingle pegajoso, sino a causas más profundas que venían desencadenándose con anterioridad, marcadas por la violencia, el miedo y la exclusión.

La resurrección no es solo un concepto espiritual, es un llamado profundo a transformar nuestro mundo interior y exterior. En una sociedad polarizada, su importancia radica en la capacidad de recordarnos que existe la oportunidad de reconciliarnos y de gestionar nuestras diferencias mediante mecanismos validados y legitimados. Desde la reconstrucción de nuestras relaciones, podemos aspirar a un futuro compartido en el que exista la esperanza.

En este particular presente que habitamos, como una especie que no cesa de explorar y vencer sus fronteras, conviviendo con riesgos globales, crecientes amenazas locales e inestabilidades impredecibles, somos testigos de avances que nos sobrecogen y nos llaman a seguir creyendo en nuestras capacidades. La resurrección viene de la mano de la necesidad de nuevos climas de opinión, intercambios saludables y de la recuperación de las confianzas públicas. 2

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Semana Santa: tradición en tránsito

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Ya en tiempos coloniales en Chile, las fuentes demuestran que las autoridades políticas y eclesiásticas debían hacer frente a los desórdenes públicos que seguían a la realización de procesiones (...). Una cara menos oficial de estas festividades sugiere que, más allá del recato exigido, siempre hubo un submundo popular que se daba a las fiestas y celebraciones".

Todos los años, durante Semana Santa, las tradiciones asociadas a este tiempo litúrgico suelen ser motivo de debate. Por ejemplo, si el feriado del viernes debía ser irrenunciable y si esta medida tiene sentido en un país cada vez más laico; si se debe ayunar o comer pescados, y cómo se sostiene una práctica progresivamente distante de sus motivos originales; si la Pascua de Resurrección pierde valor a medida que se comercializa con huevitos de chocolate; o cómo conciliar este período de reflexión y devoción con unos días de vacaciones sin culpas.

Disquisiciones como esta son parte de los dinamismos de toda sociedad, en la medida en que las culturas -incluso sus expresiones religiosas- son configuraciones históricas que, por este motivo, cambian con el tiempo. Y es que, aunque nuestros abuelos y bisabuelos recuerden que hace décadas, la Semana Santa se vivía de manera más rigurosa, las prescripciones rituales siempre han lidiado con una cultura popular que las desborda y que busca sus propias maneras de expresarse, apropiándose de estas festividades.

Ya en tiempos coloniales en Chile, las fuentes demuestran que las autoridades políticas y eclesiásticas debían hacer frente a los desórdenes públicos que seguían a la realización de procesiones y representaciones dramáticas alusivas a la pasión de Cristo. Una cara menos oficial de estas festividades sugiere que, más allá del recato exigido, siempre hubo un submundo popular que se daba a las fiestas y celebraciones.

Después de todo, las prácticas conmemorativas de Semana Santa no fueron prescritas inicialmente de manera doctrinaria, sino que se forjaron a lo largo de los siglos. Una de las fuentes más antiguas que refiere a estos usos lo ofrece Egeria, viajera hispana que, en el siglo IV, visitó Jerusalén y se sorprendió de las tradiciones que acompañaban la espera de la resurrección de Cristo: la procesión del domingo de Ramos, las adoraciones a la cruz el viernes, las liturgias del sábado. Poco a poco, estos rituales se extendieron a través del imperio romano y adquirieron formas más estables.

Sin embargo, lo estable no es sinónimo de lo permanente. El ayuno propio de cuaresma comenzó a practicarse hacia la misma época de Egeria y ya para la Edad Media, estaba arraigado en las costumbres de occidente. Inicialmente, el rigor exigía prescindir de las carnes -a excepción del pescado- y de todos los productos animales derivados, como leche y huevos. Esto condujo a que, cuando la mayor parte de la población era rural, la espera de cuarenta días llevara a acumular huevos, los que las familias del campo hervían para garantizar su conservación. Así, cuando el ayuno terminaba para Domingo de Resurrección, cada hogar regalaba estos huevos a sus vecinos. Su decoración pasó a formar parte del proceso. Era una manera de acompañar la espera de la resurrección, pero también de engalanar la ofrenda para los demás, a modo de envoltorio de regalo.

La tradición del conejo es posterior y la mayoría de los historiadores indica que esto resultaría del sincretismo propio del intercambio con culturas como la anglosajona y la germana, cuyos mitos daban cabida a la representación de mamíferos que repartían huevos, como símbolo de fertilidad. Para el siglo XIX, surgieron las primeras imágenes de los conejos repartiendo huevos con motivo de la resurrección y fue en esa misma centuria cuando los primeros emprendedores concibieron la idea de fabricar huevos de chocolate.

Las tradiciones son móviles. En su esencia, nos conectan con el pasado y permiten reconocernos en una cultura que alimenta nuestra identidad. Sin embargo, están siempre abiertas a su renovación, como una manera de mantenerse vivas, de perpetuarse y de darnos, a través de ellas, trascendencia en el tiempo. Más allá de lo que comamos o dejemos de comer, de que oremos, descansemos o pasemos tiempo en familia, estas prácticas -en su transformación- siguen ofreciendo una ocasión para pensar en el sentido de lo que conmemoramos y de lo que ha construido nuestra pertenencia cultural. 2

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