APUNTES DESDE LA CABAÑA Importancia filosófica de las antigüedades
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE
Hace poco me ocurrió algo que no me ocurría hace mucho, y que me llevó a recordar viejas lecciones apartadas como cachureos en la memoria. Fue cuando pasé a Raíces, pequeña y acogedora tienda de antigüedades de Aldo Castagnino, en Limache, para saludarlo y preguntarle por novedades. En las ciudades no muy grandes los chilenos aún nos conocemos, y el ritmo de vida es otro y uno no se reduce a una billetera o una tarjeta de crédito que ingresa al local.
Me gusta conversar con anticuarios de toda la vida. Creo que ven el mundo desde otra perspectiva. Tienen conciencia de la fugacidad de la existencia humana, saben que cargamos con una etiqueta de vencimiento y que los objetos que nos acompañan en casa nos ven como presurosos pasajeros del tiempo. El anticuario experimentado sabe que cada pieza que ofrece tuvo un nexo estrecho con alguna persona que la apreciaba y que, pese a los años y modas, la siguió apreciando.
Todo anticuario sensible está consciente de que todo objeto porta una historia de compañía, remembranza, sueños y frustraciones, e igualmente una separación sentida. Tal vez una urgencia económica, la extinción de un amor, el fallecimiento de alguien o la pérdida del afecto del dueño por esa pieza, explica que ella sea exhibida, junto a otras huérfanas, en una tienda. El anticuario sabe que detrás hay historias, sentimientos, celebraciones, dramas, pasiones. Como los muros de una casa vieja, las piezas en venta son mudos testigos de la vida, y nos llevan a recordar a León Tolstoi en el inicio de Ana Karenina: "Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz es infeliz a su manera".
Conjeturo que a eso se debe el aire filosófico y solemne de mucho anticuario, la unción de sacerdote con que tratan los objetos, la conciencia del implacable paso del tiempo y de nuestra transitoriedad, y la filosófica mirada sobre la existencia que uno percibe en anticuarios de siempre. En cierta medida sus tiendas son un orfanato, una casa de reposo o cementerios de objetos que anhelan ser rescatados por alguien que se enamore de ellos, los lleve a su hogar, les brinde una ubicación y los dote de nueva significación.
En fin, entré a la tienda de Aldo, donde María Callas cantaba un aria de Rossini, conversamos sobre el país y el mundo, y luego le pregunté por novedades no muy caras. Me mostró varias. Una me ilusionó, pero preferí pensarlo unos días porque no hay peor cosa que comprar al primer impulso. Y me fui, pero al tercer día me arrepentí y lo llamé: Te la compro. Pero, ¿cómo?, me respondió Aldo, si no me avisaste nada y vino alguien esa tarde y se la llevó. No voy decir aquí cuánto lo lamento. He recordado una situación semejante de hace decenios en la feria de antigüedades de la Plaza O´Higgins, en Valparaíso. Se trató del libro Conversaciones con Eckermann, en una edición alemana del siglo XIX. Nada que hacer.
Las tiendas de antigüedades y libros son como la vida. Se trata de piezas únicas que ya no se fabrican, son irreemplazables y -en alguna peregrina medida- como las personas que nos rodean. Creemos erróneamente que estarán aquí para siempre, que siempre podremos verlas y conversar con ellas. La sociedad de la información más los países de mano de obra barata que manufacturan de todo, el que estadísticamente vivimos más que nuestros antepasados y el vértigo de la existencia nos llevan a concluir que los seres apreciados seguirán alrededor nuestro siempre y sólo nos damos cuenta de su insustituible singularidad cuando han partido y es tarde para hacerles saber cuánto los estimábamos y queríamos.
Algo así ocurre también con los libros viejos. Si encuentras uno que buscabas por el sentimiento que te causaba, llévalo. Por decenios busqué la Enciclopedia Estudiantil, que en los sesenta circulaba en vistosas revistas semanales que mi padre traía cada jueves a casa. Las coleccioné pero las dejé ir en una fase robespierana en que el pasado me despertaba desprecio, y nunca más volví a encontrarme con ellas hasta que vi a un hombre que la ofrecía, completa, empastada y en buen estado, frente al impopular Congreso Nacional. Ahora me acompaña y recuerda los gozosos días en que aprendía tanto y el mundo me parecía armónico, seguro y, excúsenme los que discrepan, feliz. "Que me perdonen los muertos de mi felicidad", canta el castrista pero excelente compositor Silvio Rodríguez.
En Estados Unidos tengo conocidos que escogen su vestimenta en tiendas de ropa usada a pesar de gozar de espléndida situación económica. Sus razones para ello son dignas de considerar: ¿Por qué incrementar la producción de trapos si la sociedad moderna desecha tanta ropa sólo porque la moda lo dicta? ¿Por qué no llevar ropa desechada en buen estado y que me agrada? ¿Por qué uniformarse según lo que la moda imponga y torne obligatorio? ¿Por qué no ser yo mismo si mi ropa es mi sello personal, algo que puedo lograr combinando prendas desechadas? Ya pocos reparan en que "el hábito no hace al monje".
En fin, desde hace tiempo creo que las tiendas de antigüedades, libros viejos y ropa usada conservan valiosos mensajes de personas que ya partieron. Hace bien al alma intentar descifrarlos.