APUNTES DESDE LA CABAÑA Esperando espero, compañero
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE
"Caballeros, La Habana se fundó para esperar", escuché decir a menudo en las eternas colas que en los setenta había (y todavía hay) que hacer para conseguir lo más mínimo en la maltratada Cuba. Nunca he perdido tanto tiempo en mi ya dilatada existencia como en el socialismo caribeño. Ni sumando el resto de todas mis horas de espera alcanzo al uno por ciento de cuanto perdí allá. ¡Y vaya que siente uno que ha perdido tiempo a lo largo de su vida! ¿O tal vez abundan los dichosos convencidos de haber aprovechado cada segundo y minuto de paso por este mundo?
Reviso mentalmente el tiempo perdido de mi vida fuera de Cuba: Mis primeras horas perdidas fueron en las colas para conseguir alimentos en las indignas Juntas de Abastecimiento y Precios, las JAP del gobierno de Allende, cuando en Chile escaseaban los alimentos básicos. "¿No te gusta tanto tu socialismo?", me preguntó una mañana mi querida madre, angustiada e indignada por el desabastecimiento nacional, "¡pues anda ahora mismo a la cola de la JAP a traer lo que estén repartiendo!". Yo tenía diecisiete años, y sospecho que ahí se produjo la primera trizadura en mi blindaje ideológico. Tiempo después, ya en la isla, me convencí de que el problema de mi concepción de mundo radicaba en que está divorciada del alma humana y la realidad.
Pero si sumo esas jornadas a las que he perdido en estaciones de buses, trenes y aeropuertos, en oficinas públicas, puestos de migración, sitios de votación y espera por una polola cuando era joven, y agrego las horas en consultas médicas, tacos y aguardando a mi señora, aunque esto último me resulta cada vez más comprensible, no llego ni al uno por ciento del tiempo dilapidado esperando por algo en la isla de los hermanos Castro. ¿Esperando qué?, me pregunto hasta hoy. Todo y a la vez nada. Lo que fuera, lo que tocara, lo que sobrara. A cuanta cola uno viera que desembocaba en tienda o negocio, todos vacíos, por cierto, uno se ponía. Como todo escaseaba, la cola sólo podía ser por algo de lo que uno carecía. Nuestro pan de cada día no era el pan, sino la cola.
Pero tratando de ver el vaso medio lleno de la vida, me digo en retrospectiva que esperar es, en el fondo, tener esperanza en algo y una posibilidad para ejercitar la paciencia y hablar con otros que igual esperan a Godot. Precisamente en una cola para entrar a la discoteca del entonces estatizado Hotel Habana Libre (que ahora le devolvieron a la cadena Hilton, y sospecho que por ahí se explica el nexo de un hijo de Fidel Castro, integrante del jet set mundial, con la glamorosa Paris Hilton), conocí al hoy mundialmente famoso clarinetista y trompetista cubano Paquito D'Rivera, que reside en Estados Unidos desde 1980. Paquito, con quien continuamos la amistad, ha visitado Chile ofreciendo conciertos. Entonces éramos "gusanos", pero en un inicio no nos atrevimos a confesarlo. Esa etapa de conversaciones clandestinas hemos recordado en Nueva York, Miami y Santiago.
Y en la cola de la bodega que entregaba los alimentos racionados al barrio habanero de Alamar conocí a Mario Benedetti, novelista y poeta uruguayo, que vivía en el mismo edificio que yo. Benedetti era ya un escritor reconocido, exiliado de la dictadura militar de su país, simpatizante de la dictadura castrista, contradicción que se resuelve mediante la hipocresías o una corajuda ruptura. Lo vi varias veces caminar solo y a campo traviesa, bajo el sol, llevando una bolsa de tela hacia la bodega donde sólo vendían, racionadas, presitas y patas de pollo, arroz, algo de azúcar y café, una flauta de pan, en fin, lo que repartiese el estado. Benedetti trabajaba en la Casa de las Américas, daba charlas sobre la cultura latinoamericana y las dictaduras (de derecha), y después se hizo humo en el edificio. Me enteré que se definió por Madrid. ¿Cómo criticarlo? Fue gran escritor y poeta de nuestro continente. Lo vi por un par de años perder horas en colas como el pueblo cubano desde hace 66 años.
Esperando en una cola por una sandía racionada -me consumían el calor húmedo de La Habana y la nostalgia por las insuperables sandías limachinas-, conocí a Barbarita, una mora de ojos negros y larga cabellera de igual color, que pasaba por allí y me presentó a "coleros". Son jubilados que subsisten haciendo colas por otros a cambio de una paga. Es una relación de confianza, desde luego, porque deben llevar la libreta de abastecimiento de la familia y el dinero. Aquello fue un alivio para mi porque la verdad es que en las colas, fuera de la espera, se producen disturbios por "los colados", que se coordinan con escoltas afros, pesos pesados de nivel mundial, que siempre "tienen" la razón. Aprendí de "los coleros" que convenía estar alerta a un camión ruso que llegaba al mercado envuelto en la polvareda trayendo la fruta y verdura que hubiese. El estado socialista tampoco es idóneo produciendo ni repartiendo los frutos de unas cooperativas campesinas. El espectáculo era portentoso, casi medieval: El destartalado Zyl dado de baja por el Ejército Revolucionario cruzaba dando tumbos una escampado agitando la tierra, llevando carga verde, de la cual a veces se desprendía algo, y detrás corría la masa gritando y llamando al vecindario: ¡Llegó malanga! O bien pollo, o latas de chancho chino, compotas rusas, o banano o yuca, lo que hubiese. Y más detrás rengueaban "los coleros" premunidos de sombrero viejo o el diario Granma para protegerse del sol.
Perdí también al menos una noche cada mes haciendo guardia obligatoria en mi cuadra por el Comité de Defensa de la Revolución, el CDR, que espiaba al vecindario. Los inventó Fidel Castro en 1960 para controlar a los cubanos cuadra por cuadra, de noche y de día. Había dos turnos de guardia: de medianoche a las tres de la mañana, y de ahí a las seis de la mañana. Nuestra misión era recorrer unas cuadras del barrio y reportar desplazamientos sospechosos. Pasaban, desde luego, oficiales a controlarnos por si nos acostábamos en la noche tropical. Con esa vigilancia "ciudadana" y el control del estómago mediante la libreta de racionamiento, más la pertenencia obligatoria de las mujeres a la Federación de Mujeres de Cuba, la FMC, la dictadura era perfecta.
Pero yo tenía que cumplir otra guardia revolucionaria cada mes: vigilar con un Mauser al hombro un punto determinado de la Universidad de La Habana, donde estudiaba y pagaba el estudio "gratuito y de calidad" trabajando media jironada diaria en una brigada de albañiles, donde me pasé dos años derribando muros a golpe de mandarria para construir nuevas construcciones que jamás vi comenzar. Así como existía la guardia universitaria, existía guardia nocturna en cada centro de trabajo. Y todo aquello era, desde luego, obligatorio, porque Estados Unidos estaba supuestamente a punto de invadirnos. Yo me preguntaba en esas guardias cuánto podría resistir yo con un Mauser una ofensiva de marines. "No te preocupes, me decía mi compañero de curso y escritor Guillermo Labrit" (lo menciono pues ya vive en California), "si Estados Unidos bombardeara Cuba un día, lo hará con jeans y hamburguesas, y esto se desplomará en un minuto". Podría seguir narrando lo que fabrica el socialismo: sólo salas de espera.
Cada vez que algo me torna impaciente, me consuelo diciéndome que todo pasa, incluso lo peor, y pensando el infinito tiempo que perdí en la bella isla de Cuba, a la que amo y le deseo lo mismo que siempre deseo a mi patria: libertad, democracia, unidad y prosperidad.