APUNTES DESDE LA CABAÑA Casas que marcan nuestras vidas
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE
Muchos han habitado en la infancia o adolescencia casas que terminan por marcar en gran medida su vida. Sólo cuando comentamos con amigos o familiares al respecto tomamos conciencia de cuánto incidieron ellas en nuestro carácter y cómo nos acompañan e inspiran hasta hoy. Junto con las reminiscencias emerge nuestra gratitud hacia esos singulares espacios. A lo largo de mis años siento que varias casas dejaron profunda impronta en mi. La primera está en Valparaíso, otra en La Habana y otra en Berlín, y el collar sigue: Bonn, Estocolmo, Viña del Mar, Iowa City y la actual en el Chile Profundo.
La primera es la luminosa, alegre y amarilla casa en Valparaíso de mis padres en la que crecí junto a mi hermana Mónica. Su magnífica vista panorámica abarcaba desde el nacimiento del molo de abrigo hasta los montes Aconcagua y La Campana en los días despejados. Se alzaba etérea contra el cielo azul en la Avenida Alemania, en el estrecho Cerro San Juan de Dios. Integraba un complejo de 35 casas de estilo moderno distribuidas en siete pasajes. Se llamó inicialmente Población de la Caja de la Marina Mercante Nacional, y fue construida a fines de los cuarenta del siglo pasado. Creo que está bajo alguna protección patrimonial como hito arquitectónico porteño.
El emplazamiento de las casas en forma triangular, cuya base mira al Pacífico, estaba entonces en "la punta del cerro" habitado, porque después venían el bosque nativo y quebradas con vertientes de agua cristalina, sapos y pirigüines. Allí abundaban las liebres y los conejos y hasta había zorros y culebras, trinaban los pájaros no urbanos, y uno encontraba espectaculares escarabajos, grandes mariposas y codornices. En nuestros pasajes terminaba la ciudad y comenzaba la natura. Todo aquello creaba una pequeña comunidad en que reinaba la confianza y la constituían matrimonios jóvenes con niños que sellaban amistad eterna. Había varias familias de apellido italiano, algunas de origen catalán y alemán y, algo singular, había un viajado naviero que se definía musulmán. También había un matrimonio del Mar Báltico, cuyo hijo se llamaba Hauke. Su padre, gigantón fornido de chaqueta de cuero negro y pocas palabras, capitaneaba un barco ballenero que anclaba en Quintay, lo que me transportaba a la novela Moby Dick. Conducía un enorme Buick 1947, oscuro y bruñido, y se echaba a la mar tarde por las noches.
Hasta hoy existe una agrupación de gente ya mayor -mis amigos de infancia de entonces- que se encarga de celebrar cada año la alegre y segura infancia allí vivida. Muchos siguen residiendo en las casas de la niñez, y por nada del mundo se moverían de allí. Otros, tras vivir por años en Estados Unidos o Europa, regresan al mismo lugar. No hay otro en el mundo, afirman, donde la comunidad se disfrute de forma tan solidaria y humana entre diferentes generaciones.
En mi época se formaban dos grupos que competían en juegos, fútbol y atletismo en los pasajes, donde reinaba más seguridad que en la ciudad entonces de por sí segura. Pero el conjunto entero con sus pasajes y jardines era nuestro patio de entretenciones y parque, y si queríamos ir a "la selva", nos bastaba con ir a explorar cerro arriba. Ambos grupos competían en carreras largas y baby fútbol, y los encuentros se disputaban con barras (civilizadas) que celebraban con cantos, tambores y pitos. A veces podían crisparse los ánimos, pero se ganaba en buena ley y el perdedor reconocía su derrota y todos tan amigos como antes. Lúdica y placentera transcurría la vida en los pasajes, donde éramos libres. La mayoría de los amigos eran católicos, y también había luteranos y otros venían de padres librepensadores, y para cada uno su pasaje era su patria chica y el conjunto la patria grande, paradisíaca.
Yo caminaba a diario al Colegio Alemán por la Avenida Alemania. En rigor, era pasar de un cerro a otro bajo los tupidos árboles de la avenida. Yo iba repitiendo el poema de Goethe o Schiller que debía saber de memoria aquel día y mientras contemplaba el espectáculo que se me ofrecía: abajo Valparaíso se extendía rutilante y más allá el Pacifico resplandecía como con cristales. Yo me sentía un pájaro que volaba sobre los techos y campanarios. Entonces la Plaza Bismarck lucía bella, limpia y bien cuidada, nadie rayaba muros ni paredes, y el busto de bronce de Bismarck relucía bajo el sol. A nadie se le ocurría robárselo como hoy para venderlo como chatarra. Éramos un país más pobre y desigual comparado con el actual, pero honrado, bien portado y respetuoso de las instituciones.
Era placentera esa caminata diaria por lo más alto de la ciudad rumbo al precioso colegio con aspecto de fortaleza medieval, fundado en 1856, que hoy restaura el empresario y filántropo Eduardo Dib. Como casi todas las clases eran en alemán y los maestros alemanes, a uno le parecía que aterrizaba en Europa. Otra lengua, otra forma de ver el mundo, mucha perseverancia, deporte, disciplina, en fin. Creo que esa diversidad de gente, de experiencias, lenguas, culturas, credos religiosos, me ayudó a entender mejor el mundo cuando salí de Chile por más de cuarenta años. Sin esa diversidad y esos estímulos, sin haber crecido en una comunidad compartida de veras y sin la deslumbrante vista que me obsequió mi ciudad natal, no hubiese sido quien soy.
Después de clases, que comenzaban puntual a las 8:05 de la mañana y terminaban a las 13:35, de lunes a sábado, volvía con compañeros a la Avenida Alemania pero recorriendo las entonces animadas y elegantes calles Prat, Esmeralda y Condell, hoy cuadras que desde el estallido octubrista parecen haber sido bombardeadas durante una guerra de guerrillas. Cuando pasamos a la educación media y nos daba la mesada, nos deteníamos a veces en El Danubio Azul o el Bogarín, a saborear gloriosos sándwiches y berlines y magníficos jugos de fruta. Después tomaba yo un bus en la Plazuela Escobar. Todos se saludaban al subir y había un cobrador que a todos ubicaba. "La micro", en realidad buses dados de baja en escuelas públicas estadounidenses (sí, así de pobres éramos) comenzaba a subir a duras penas el cerro en cuanto se ocupaban los asientos. Entonces pocos tenían coche, la mayoría caminaba o abordaba buses y troles, y si iban llenos y el pasajero subía por atrás, entregaba el pago del pasaje que iba de mano en mano hasta el chofer o el cobrador, y volvía con el vuelto exacto y un boleto no trucho. Sí. Chile era como el diario "El Hocicón" de Condorito: "pobre pero honrado".
¿Cuándo y en qué curva se nos cayó ese país del maletero? Tendré que volver a mi luminosa casa porteña a preguntarle si lo sabe.