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Ordenanza comercio

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Pretender validar el abuso incalificable del comercio callejero que hoy existe en Valparaíso no es más que otra expresión de la erosión de lo público en la nueva sociedad que se está construyendo, donde un pequeño grupo quiere obligar al resto a subordinarse a sus intereses, y en este caso, con la expresa complacencia del ente municipal".

Acidia, acedía, dos palabras con la misma raíz, aunque no son lo mismo. Acidia equivale a pereza. Acedía es amargura, tristeza. Palabras en desuso que describen bien nuestro tiempo y la actitud interior de muchos frente al estado en que se encuentra Valparaíso; como tantas otras que no encajan con la realidad, léase, nobleza, elegancia, decencia, moral, y aquellas despreciadas por la estupidez reinante como esfuerzo, excelencia, ejemplaridad, meritocracia, patria, élite, egregio, las que quizás algún día vuelvan a sonar, aunque no creo que volvamos a eso que alguna vez llamamos normalidad.

Ni la libertad de la que alguna vez gozamos, ni las calles sombras de lo que fueron, ni la economía, ni los derechos humanos devenidos en entelequia, serán como los conocimos. De hecho, soy de quienes creen que nos hallamos viviendo en la tercera república (la segunda república surgió tras el plebiscito de 1988 y la tercera comienza precisamente en 2019 tras el mal llamado "estallido social"), cuyas premisas poco tienen que ver con el paradigma de la democracia liberal y la comprensión del fenómeno político como una actividad racional que reivindica la igualdad y la libertad universales, adhiriendo en cambio a otras visiones que cuestionan fuertemente el sentido de estos dos valores y con ello, la noción de lo público.

Y a propósito de esto, no puedo evitar dedicar un comentario a la propuesta de ordenanza que formuló recientemente la Municipalidad de Valparaíso para regular y ordenar el comercio ambulante. ¿Cómo es posible que dicha propuesta en vez de acotar y ordenar la situación caótica y atiborrada que todos conocemos, la normalice y la valide? ¿Cómo puede el Municipio plantear algo así, sabiendo que atenta contra la posibilidad de recuperar la ciudad y sus espacios?

Podemos pensar en el comercio ambulante como fuente de ingresos y de empleo transitorio para muchas personas, por supuesto que sí; pero eso, en ningún caso, puede significar colocar en riesgo la labor del comercio establecido o conculcar el derecho de los vecinos de caminar con tranquilidad y holgura por las calles de Valparaíso.

La idea de dictar una ordenanza, prevista en la ley 21.426, buscaba brindar fórmulas actualizadas para controlar el ejercicio del comercio ambulante, definiendo los sujetos legitimados para su ejercicio, los requisitos y los lugares acotados para su ejercicio, evitando dañar las actividades establecidas y procurando el respeto al ordenamiento urbano existente.

Algo similar a lo que ocurre en otras ciudades como el caso de Madrid, que posee una ley reguladora de la venta ambulante, pero que a diferencia de la barbaridad propuesta en Valparaíso, reconoce exclusivamente las modalidades de venta ambulante otorgadas mediante concesiones anuales sujetas a revisión, exigiendo permiso de la autoridad sanitaria, informe de la Dirección General de Comercio y Consumo de la Comunidad de Madrid que recoja el impacto comercial que se genere, póliza de garantía por eventuales daños a terceros, permiso de residencia en el caso de extranjeros, e inscripción en un registro. Todo con el objeto de salvaguardar las garantías de igualdad ante la ley con el comercio establecido y prohibiendo la instalación en accesos a edificios de uso público y en cualquier otro lugar que dificulte los accesos, la circulación de peatones y vehículos, o haga peligrar la seguridad ciudadana.

Pretender validar el abuso incalificable del comercio callejero que hoy existe en Valparaíso no es más que otra expresión de la erosión de lo público en la nueva sociedad que se está construyendo, donde un pequeño grupo quiere obligar al resto a subordinarse a sus intereses, y en este caso, con la expresa complacencia del ente municipal que, de amparar la igualdad, está pasando a la defensa del privilegio y a proteger ciertos derechos para unos y otros para el resto. Sinceramente, una pésima señal. 2

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¿Para qué tener hijos?

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Si usted piensa que ser padre o madre es un buen negocio pensando que ellos se encargarán de usted, está errado. Primero, porque no todos los hijos se preocupan de sus padres. Y, segundo, porque saldría más conveniente ahorrar mes a mes lo que se gastaría en un hijo, y usarlo para vivir en un asilo de ancianos (y le va a sobrar dinero)".

En Chile, cada cierto tiempo, la explosión de una bomba nos recuerda que el anarquismo está vivo y que no debemos confiarnos. Sin embargo, lo que sucedió la semana pasada fue inédito. Un artefacto explosivo fue detonado en las oficinas del laboratorio Abbott, ubicado en Providencia. La agresión fue reivindicada por un grupo anarquista denominado "Belén Navarrete", que justificó el hecho alegando que el laboratorio había repartido pastillas anticonceptivas defectuosas.

Si Wilkes asesinó a Abraham Lincoln en protesta por la libertad de los esclavos; Bresci hizo lo propio contra el rey Umberto I por la masacre de los obreros; y Princip acabó con la vida de Francisco Fernando por la liberación de Yugoslavia, para un grupo de personas, el enemigo en Chile pareciera ser la posibilidad de tener hijos indeseados.

Lo que puede resultar anecdótico da cuenta de un problema mucho más profundo, que tiene que ver con la disminución progresiva de la natalidad en Chile. Según el último censo, la tasa global de fecundidad es de 1,16 hijos por mujer.

Basta conversar con amigos y colegas para entender las razones, todas muy válidas, para no tener o, a lo más, quedarse con un solo hijo. Así sienten que podrán darles la calidad de vida que ellos consideran que merecen. ¿Cómo juzgarlos? Basta ver cuánto cuesta un buen colegio o una universidad de prestigio para comprender que no hay presupuesto que resista muchos hijos.

Si retrocedemos medio siglo, resultaba inconcebible que un matrimonio no quisiera procrear; la Iglesia además lo condenaba. Existía una presión social para que así ocurriera y no hacerlo era una señal de alerta, generando rumores y críticas. Éste era, a mi juicio, el otro extremo: no todos quieren y no todos deberían ser padres.

Asimismo, me parece que el enfoque con el que se ha abordado la baja natalidad en Chile está errado en el sentido de que la pregunta que surge a partir de estas cifras es quién cuidará a las personas mayores, cómo se financiarán las jubilaciones y quién reemplazará la fuerza laboral. De acuerdo con esto, pareciera que necesitamos más niños por un fin económico más que por un propósito en sí mismo.

Siguiendo esta lógica, si usted piensa que ser padre o madre es un buen negocio pensando que ellos se encargarán de usted, está errado. Primero, porque no todos los hijos se preocupan de sus padres. Y, segundo, porque saldría más conveniente ahorrar mes a mes lo que se gastaría en un hijo, y usarlo para vivir en un asilo de ancianos (y le va a sobrar dinero).

Aunque mi rol en esta columna es como profesor de historia e investigador, es imposible abstraerse de la realidad que le toca vivir a cada uno y no cuestionarse sobre estos temas. En nuestro caso, cuando decidimos tener hijos fue porque consideramos que estábamos preparados, jamás lo hicimos pensando en que iban a hacerse cargo de nosotros.

Y es que un hijo no vale como una inversión o seguro de calidad de vida para cuando seamos mayores. Un hijo vale en sí mismo y también sirve de vínculo para la pareja, un punto de encuentro de vivencias y recuerdos.

De igual forma, los hijos nos permiten trascender de alguna manera, no solo desde el punto de vista genético o el linaje, sino a través de historias de familia y recuerdos. Cada uno de nosotros es parte de ese gran manto que es nuestra historia familiar. Sin hijos, esto se pierde, se desvanece.

Es, además, gracias a los hijos que podemos comprender mejor a nuestros padres, dejar de juzgarlos para comenzar a entenderlos ahora como colegas. Aquí nos damos cuenta de que nuestros papás fueron igual que nosotros, con sus virtudes y defectos. En esta línea, con la misma vara que los juzgamos, seremos juzgados.

Nadie puede imponer a otro tener uno o más hijos, es algo que debe nacer del corazón, sin pensar en la jubilación, en subir un promedio de natalidad o sustentar el mercado laboral. Quizás parte del problema tiene que ver con esa mirada tan economicista y tan poco humana. 2

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