Las amenazas contra diputados que votaron a favor del Tratado TransPacífico (TPP11) constituyen un hecho grave, más allá del tema mismo y de la condición de representes elegidos por el voto popular que tienen los afectados.

Significan esos rostros atravesados por una lanza que aparecen en grafitis y afiches pegados en los maltratados muros porteños una incitación al crimen, a la violación de ese superior derecho humano que es la vida.

Lamentablemente, el crimen político ha estado presente en nuestra historia. Más reciente el caso del senador UDI Jaime Guzmán y hace décadas el del exministro del Interior DC Edmundo Pérez Zujovic. Ambos asesinatos fueron precedidos por largas campañas de destrucción de imagen que, finalmente, terminaron con la destrucción sus vidas.

Ahora, blancos de una nueva campaña de violencia son los diputados Pablo Kast (Evópoli), Andrés Celis (RN), María José Hoffmann (UDI), Daniel Verdessi (DC) y Alejandro Santana (RN).

Con toda razón, tras la aparición de los carteles odiosos, Hoffmann y Celis denunciaron el hecho a Investigaciones y al Ministerio Público, por amenazas de muerte e injuria.

Frente a esta denuncia procede una investigación a fondo. Hay pistas claras a partir de los carteles mismos que algún indicio pueden entregar a las policías y también es posible que existan testigos de los momentos en que ese material era pegado en los muros.

Este caso, por otra parte, inevitablemente se asocia a la bomba, que no estalló, enviada a Louis de Grange, presidente de Metro de Santiago.

Es posible que estos carteles sean sólo intentos de amedrentamiento, amparados en el anonimato odioso y siniestro de las calles porteñas, pero la amenaza no puede pasar al olvido en el atiborrado archivo de la Fiscalía.

Hay que insistir en lo señalado por la diputada Hoffmann, que pide "una condena transversal de este tipo de situaciones". Y agrega que "es lamentable que esto surja en paralelo a nuevas fuerzas de izquierda, que me parece tienen muchas explicaciones que dar". Esta afirmación puede ser aventurada, pero la parlamentaria sí tiene razón en la necesidad de una condena transversal a estos ataques que superan largamente la crítica política o el debate apasionado.

Los violentistas, del lado que sean, deben sentirse aislados. Y más allá de las declaraciones de rechazo, hay que avanzar en las investigaciones para dar con los autores de estos ataques, buscando condenas disuasivas y perfeccionando las normas que castigan a los promotores y ejecutores de actos criminales que dañan la vida, la democracia y el alma misma de la convivencia social.

Una razón económica, especialmente de cara al futuro, determina que la educación superior sea en el presente un campo de disputa por recursos y por las orientaciones de las políticas públicas correspondientes. Cada vez más familias y sectores más masivos de la población han adquirido la conciencia de que el bienestar de las personas dependerá de la formación y competencias que tendrán para desempeñarse en su vida social y laboral. Esto genera presiones en las propias instituciones educacionales; éstas, a su vez, demandan cambios en los instrumentos de financiamiento público que dirigen al sistema político y éste, a su vez, se ve restringido por las limitaciones que le impone el sistema económico. En consecuencia, estamos ante un problema estructural que trasciende a la contingencia del conflicto político recurrente.

Sin educación superior la vida será muy difícil para la mayoría de las personas, que si no cultivan su talento podrían llegar a ser innecesarios para otros trabajos más simples, precisamente, por el cambio tecnológico. Algunas investigaciones anticipan una radical modificación del mercado laboral y que en las próximas dos décadas cerca de un 50% de los empleos actualmente existentes, especialmente los más repetitivos o mecánicos, serán sustituidos por aparatos y procesos de la inteligencia artificial, es decir, por algoritmos capaces de responder con mayor certeza y homogeneidad a tareas y labores que hoy realizan seres humanos.

Todos tienen razón en precaver respuestas de cara a ese futuro. Esta revolución tecnológica, a diferencia de las revoluciones industriales anteriores, no viene acompañada de expansión y crecimiento económico hasta ahora por lo menos. En el periodo del capitalismo democrático la economía mundial, en términos del PIB per cápita creció en torno a 2,8%, pero desde 1980, con la primacía del neoliberalismo, ha crecido 1,4%. Es decir, el capitalismo anterior fue más dinámico y también más equitativo. Así lo ha señalado Ha-Joon Chang, un destacado economista heterodoxo de la U. de Cambridge.

Cómo ser necesarios y agregar valor a los procesos productivos, sociales e institucionales de las próximas décadas requerirá de otras competencias, de ahí se sigue que no podemos seguir haciendo lo mismo en educación. Tenemos que revisar radicalmente los métodos y resultados. La memorización o el adiestramiento en operaciones formales o técnicas deben ser sustituidos en lo fundamental por la formación de hábitos intelectuales y capacidades críticas y analíticas autónomas. La educación superior tendrá que poner más énfasis en el desarrollo de esas competencias genéricas, así como en la formación de valores y virtudes para convivir con los demás, que me resisto a denominar como meras competencias sociales. En caso contrario, los algoritmos terminarán por reemplazar a más personas con toda la secuela de riesgos e incertidumbres que ello puede traer. Por tales consideraciones, esta debería ser la principal conversación sobre educación en nuestro país.

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