Edmund Burke y el valor de la tradición
Qué pasa en la sociedad por Fernán rioseco, académico de filosofía de la uv
El destino ha reservado a ciertos hombres y mujeres un legado singular. Del mismo modo que los grandes poetas, que suelen alcanzar la gloria con dos o tres versos inmortales, la posteridad y el imaginario colectivo no hacen justicia a la grandeza que es privativa de los genios: la de anticiparse a su tiempo no en años o décadas, sino en siglos enteros. Es el caso de Edmund Burke (1727-1792), un brillante filósofo y político irlandés que vivió en el siglo XVIII, el del iluminismo y las revoluciones que cambiaron el derrotero de la historia, y que es recordado cada cierto tiempo por un par de frases efectistas pero descontextualizadas, al punto que suele ser citado por quienes se encuentran en las antípodas de su pensamiento político, cuestión que no tendría nada de extraño, sino fuera porque quienes lo mencionan no suelen tener la más mínima idea de su obra.
Se dirá que lo anterior es propio de los tiempos acelerados en que vivimos, en los cuales prevalecen la liquidez, el espectáculo (en el sentido de Guy Debord), el nihilismo y la hiperrealidad. En esta era del vacío y la posverdad, de la anomia y la violencia como leitmotiv existencial, no queda tiempo para el análisis profundo y sosegado, sino solo para vuelos superficiales y de reconocimiento. El precio que se paga es el sacrificio de la verdad, disfrazada y empleada como instrumento de control social y dominación de masas por las hegemonías de turno. En un mundo que carece de sentido, el pensamiento de Burke es una brújula que nos recuerda cuál debe ser el norte de nuestra existencia como comunidad política.
Burke, un antiguo liberal conservador (old whig), se enfrentó a un mundo que cambiaba dramáticamente: la Independencia Norteamericana de 1776, la Revolución Francesa y la primera Revolución Industrial son solo algunos de los acontecimientos que marcaron su vida. Mientras que saludó con entusiasmo la independencia de las colonias inglesas, fustigó duramente a los revolucionarios franceses por la abstracción de sus ideas que solo inflamaban los espíritus, calificándolos como "fanáticos de la constitución" por intentar, en vano, hacer una constitución absolutamente nueva. ¿Le suena conocido?
Pues bien, redactar una constitución es el crisol de la política, un punto en el que se unen la teoría y la práctica, pero, sobre todo, la prudencia. Esta última es, para Burke, el mayor bien que se hace a una sociedad que pretende reescribir el contrato social. Y es que, según Burke, gobernar no es regir, sino reformar, equilibrar y ajustar. Fundar una constitución depende de su forma, pero hay ocasiones en que las circunstancias y los hábitos de todo el país alteran las formas. Lo anterior importa no solo por el respeto de las minorías, sino especialmente de la tradición, porque una sociedad sin tradiciones es una sociedad sin alma, destinada a la decadencia y la ruina.